Muchas veces, el mundo del deporte nos sirve como contexto para aprender lecciones y como metáfora sobre cómo reaccionamos frente a las normas o cómo gestionamos nuestra frustración.
Habiendo rozado una victoria, un logro, un aprobado, un ascenso… ¿Cuántas veces nos hemos dicho aquello de «lo importante es participar»?
Sin embargo, la potente anécdota vivida en el triatlón de Santander estos días, en la que un participante (Diego Méntrida) renunció a un puesto en el pódium, dejando pasar a su rival que se había equivocado de camino antes de la meta, nos da una lección más allá.
Porque, si bien es importante valorar y reconocer el esfuerzo, la dedicación y, en definitiva, lo que hemos hecho durante el camino, más importante aún es el cómo.
Anteponer la deportividad (la coherencia, la honradez, el respeto) al éxito, ya no es solamente una lección deportiva, sino también una invitación a interrogarnos sobre nuestra actitud en la vida, sobre cómo participamos y cómo acompañamos. El triatleta, a escasos metros de la meta, esperó a que su rival recuperase la orientación para dejarle pasar. Y me pregunto en cuántas ocasiones de mi vida no habré aprovechado yo un desliz ajeno para tomar ventaja. De cuántas situaciones de éxito inmerecido o injusticia he sido cómplice. Cuántas veces no he sabido (o no he querido) esperar a que el otro se reubique, se reoriente tras un error.
Pienso en Ignacio de Loyola por las calles de París, preguntando a Francisco Javier: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma?». Y me cuestiono aplausos, felicitaciones, aumentos de salario e incluso likes a mi alrededor. Porque no debería valernos, simplemente, con poner toda la carne en el asador, con dejarnos las horas y los codos y con celebrar las victorias a cualquier precio. Y no debería sabernos a triunfo completo aquello en lo que no hemos puesto amor, en lo que hemos renunciado a nosotros mismos.