Hemos llegado al final de la serie… Nos queda esta última frase ahí colgada y llegado este momento, uno debería sacar jugo a esto de «por los siglos de los siglos»; pero la verdad es que soy incapaz de decir la frase sin tonito y soltar al final un sonoro ¡amén!
¿Es esto algo malo? ¿Tienen que tener todas las frases un sentido profundo? ¿Se me tendría que poner la piel de gallina al escuchar estas palabras? Pues no lo creo. Más bien quisiera reflexionar sobre el bien que nos hacen estas «frases hechas» que nos permiten algo tan importante como abrir o cerrar un rato de oración. Así de sencillo.
Recuerdo una parroquia en la que preparábamos a los niños para su primera confesión… Los catequistas discutíamos el nombre: confesión, reconciliación, penitencia… ¡Mejor llamémoslo «la fiesta del perdón»! Y que el niño se acerque con una piedra, la deje junto al sacerdote, y luego ponemos nuestras faltas (no pecados) en un papel y los tiramos a la basura. Y luego… Entonces, un niño preguntó: ¿Y todo eso lo tengo que hacer cuando me confiese en otra iglesia? Nos dimos cuenta de que aquello del «Ave María purísima» podía tener su sentido. Que no está mal tener una fórmula que te abra las puertas del sacramento sin tener que pasar por el mal trago de decir: «Hola, buenas tardes… ¿podemos hablar…? Pero ya sabe… para la fiesta del perdón… lo de los pecados».
Las «frases hechas» (Ave María purísima, por los siglos de los siglos, etc.) son parte de nuestra tradición y nos unen a generaciones de creyentes que las han rezado. Tienen por ello un valor eclesial que hoy nos resulta más necesario que nunca. En un mundo líquido, donde todo cambia a gran velocidad, me da seguridad tener ciertas fórmulas que no tengo que inventar. No puedo (ni quiero) ser siempre original, ni depender de que se me ponga la piel de gallina para saber que Dios está escuchando mi oración. Así será, por los siglos de los siglos, amen.