¿Qué otra cosa si no? 

La oración del Anima Christi, como un río caudaloso de aguas bravas en las que flotan nuestras peticiones dirigidas a Dios en el tono imperativo tan del gusto del recio capitán de milicia que era Íñigo de Loyola, desemboca en un remanso de paz, un lago eterno de alabanzas ante el mismo Cordero cuyas bodas celebra la Iglesia triunfante. Parece lógico que toda la secuencia de oraciones venga a la orilla del principio y fundamento ignaciano: «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima». «Para que con tus santos te alabe» es la consecuencia palmaria de la actitud del cristiano, que confía en la misericordia del Padre para salvarse y así unirse a los coros celestiales de los diversos órdenes de ángeles y los santos que han sido justificados con la sangre del Cordero inmolado.

¿Quiénes son estos santos? El Apocalipsis nos dice que son los que han lavado sus vestiduras blancas en la sangre del Cordero y, revestidos de un blancor esplendente que también desprende su semblante porque ya no necesitan luz, están en la gloria viendo cara a cara el rostro de Dios. Y lo alaban, lo reverencian y le sirven. ¿Qué otra cosa si no van a hacer?

Cuando se quiere ridiculizar la creencia en la vida eterna, se recurre arteramente a presentar el cielo como un soberano muermo en el que no hay nada que hacer ni padecer. Y al hombre del siglo XXI, incapaz de fijar la atención en algo más de medio minuto, le entran sudores fríos del aburrimiento mayúsculo que imagina. Porque no se ha parado a alabar al Señor, a experimentar ese anticipo de cielo que se nos da en cada oración de alabanza.

Probablemente, esta sea la oración sea la más genuina de cuantas fórmulas de entrar en diálogo con la divinidad existen. Porque es inmotivada, porque no persigue nada, porque sólo se deja llevar por la admiración de la criatura ante su Creador que le desata la lengua para expresar una alabanza. La misa, entre otras cosas, es también una alabanza perfecta agradable a Dios. Y a eso aspiramos: a estar en una misa perpetua alabando a Dios por ser como es, majestad inabarcable, sabiduría impenetrable, soberano de todos los dioses.

Quizá también te aburra la perspectiva de estar en misa (aunque ya no hay donde enviarte) por toda la eternidad, pero eso, querido lector, es como en el anuncio viejuno de la tele «porque la has probado poco».

 

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