Eso de recitar sin tener muy en cuenta qué se dice… perdón por la barbaridad del símil, pero es algo así como el camarero con la carta del bar. Decir, de memoria. Pues eso me pasaba un poco a mí con el Padrenuestro; oye, que tampoco es que esté mal. Lo aprendí de pequeña, y era tan cotidiano en mi mini vida (se decía si íbamos de viaje, al empezar el día en el cole, antes de dormir, en misa…), que al final te acostumbras a cada una de las inmensidades que en sus líneas se rezan.

Pero sin la necesidad de hacer un retiro de varios días sobre su significado, o leer un súper libro con una reflexión de un renombrado autor, de repente, por momento vital, hay alguna frase que se atraganta… al menos, eso me pasó a mí.

¿Ofenderte a Ti? Y ese ‘Ti’ lo escribo en mayúsculas intencionadamente. «Perdona nuestras ofensas»… No mis límites o mis errores. Mi ofensa. Es una palabra que me cuesta. Incluso me saldría ‘más suave’ mi pecado. Pero, ¿mi ofensa?

Y es que me hace acordarme de esa expresión que, aunque sea del refranero popular, me suena a culebrón de después de comer: «no ofende quien quiere, sino quien puede». No es que yo la líe y pida a Dios que me perdone; sino que, además, a Él le duele. Porque la ‘ofensa’ habla de dañar, de herir a alguien… en este caso no se refiere a una lesión superficial tipo herida o contusión. Sino a un lastimar en un plano más profundo. A mí me pasa que quienes me hieren, quienes me ofenden, quienes tocan ahí dentro (dicen que el corazón), son aquellos a quienes bien quiero.

De repente, en mi historia, dejé de pronunciar el Padrenuestro de corrido, y experimenté que, al orarlo, se me quebrara la voz al llegar a esta frase. Desde luego, no era porque la palabra fuese fea, sino porque al decirla estaba reconociendo el Amor de este Dios que (me) ama infinito. Eso de sentir el dolor del Padre en lo más hondo de mí. Saber que le ofendía en alguna de mis elecciones cotidianas, al dañar lo creado, a los otros, a mí.

Me va pasando que cuanto más siento Su amar(me) con desmesura, y cuanto más Le amo yo a Él (en sí mismo y en todas las cosas); más oro cerrando los ojos, extendiendo las palmas de las manos, y gritando más fuerte en un susurro que nace en el alma… que me perdone por ofenderle.

Tengo claro que cuando Jesús nos enseñó a orar, no quería que viviéramos según un listado de actos feos que ofendían a Dios expuestos en una ley. Intuyo más bien que es una llamada a vivir desde la experiencia del Dios que ama infinitamente la historia, que ama con locura a cada uno, y que nos invita (también hoy) a vivir desde ahí; con la certeza de que abraza con Su perdón los intentos fallidos.

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