Cuando era pequeño había cosas de la historia de Jesús de Nazaret que me despertaban muchas preguntas. No me refiero a cuestiones propias de la fe que todavía hoy resuenan, sino a otras más ingenuas e inocentes, pero que el tiempo ha llenado de sentido. La estrella de Navidad es una de ellas. Recuerdo cuando oía eso de que unos «sabios de Oriente» habían visto nacer una estrella y que les guiaba para llegar a adorar al rey de los judíos. Yo no podía parar de preguntarme: «Si de repente aparece una estrella, lo suficientemente grande y luminosa para ser vista ¿cómo es posible que sólo tres personas la viesen? ¿acaso la gente estaba ciega?»

Con el pasar de los años fui descubriendo que la cosa no era tan extraña y que, en el fondo, con la fe y la propia vocación nos pasa lo mismo. A todos nos llama Dios a la dicha verdadera, a todos nos llama Jesús a seguirle a y vivir el Evangelio. Pero no todos percibimos esa llamada. Todos tenemos dentro la estrella de la vocación, no es un privilegio de tres «sabios» o de unos pocos más. Pero no todos la ven. Y no porque sea poco brillante, sino porque muchos la confunden con otros brillos de otras estrellas de caprichos y deseos más superficiales.

«Claro, es que esos sabios de Oriente eran Magos». Eso solía decirme yo para solventar mis preguntas. Y con esa respuesta mágica despreciaba algo que también a todos nos ocurre: que como la estrella de la vocación puede no distinguirse con otras y confundirse, pide ir –como hicieron los protagonistas de la historia– buscando a tientas, avanzar por caminos desconocidos, parar de vez en cuando, preguntar, re-enfocar la mirada… Pero siempre siendo fiel a la búsqueda, quizás la más importante y decisiva de la vida. Y teniendo siempre delante el destino final de la misma: la dicha plena y verdadera.

 

Te puede interesar