Fácil de pronunciar. Más difícil de vivir.
Dicen que algunas tribus y comunidades, algunas de ellas en lugares para muchos remotos, tienen como regla número uno entre sus miembros no amanecer en un día nuevo sin haber resuelto los conflictos del día anterior. Porque las deudas u ofensas causadas impiden que cada uno de los implicados siga caminando en verdad y libertad. Porque eso negaría la característica más propia de los humanos como seres que se relacionan con sinceridad, se cuidan y se ayudan a crecer personalmente.
Dicen que todo sería más sencillo si no estuviésemos tan predispuestos a la ofensa. Si la mirada al hermano, a mi hermano, fuese ya de entrada más ancha, más comprensiva, menos juiciosa, menos retadora, más cuidadosa con la vida del otro, y más como la mirada de aquel padre que esperaba día tras día lleno de amor, o de aquel hombre que no ve injusticia en dar el mismo jornal al que se une a la tarea al mediodía, porque bastante tiene él con perderse medio día de trabajo junto al Padre.
Dicen que si uno no perdona a otro es porque no se ama a sí mismo, y algo tendrá esto de cierto. Hay testimonios, en casos verdaderamente crueles, de quienes han perdonado a quien les hizo daño. Cualquiera duda pensando si, de haber estado en esa piel, sería capaz de pronunciar el Padrenuestro sin callar en esta frase. Esas vidas están llenas de una generosidad y una honestidad con uno mismo que nos descolocan y nos impiden entender.
Probablemente ahí está la clave, en que no se trate de entender nada más que una cosa: que el amor de Dios nos prepara para pronunciar este «Yo te perdono, porque te miro con el amor que Él me regala, porque seremos libres si nos damos el tiempo de restablecer aquello que estropeamos».