Desde hace unos días, los telediarios, los informativos de radio y los periódicos han vuelto a poner en circulación la expresión «perderlo todo» para referirse a los damnificados del edificio residencial del barrio de Campanar en Valencia. Casi cuatrocientas personas, ocupantes de las 138 viviendas que ha devorado el fuego, lo han perdido todo, según nos refieren los periodistas con machacona insistencia.

En efecto, han perdido todo lo material que les rodeaba en sus vidas: el techo bajo el que cobijarse, la ropa con que vestirse, la comida con la que alimentarse, las fotos y los recuerdos con que rememorar otros tiempos, los cuadros que vestían las paredes, los muebles en que comían, descansaban o dormían a diario… ¿Todo?

Quienes han perdido todo son las víctimas mortales, como esa familia nuclear borrada de la faz de la tierra quince días después del feliz nacimiento de su segundo hijo. ¿Cómo encajar ese dolor aplastante? ¿cómo resistir sin derrumbarse entonces?

Los damnificados han perdido todo… lo material, pero han salvado la vida, que es el don más preciado salvo que consideremos, absurdamente, que la dignidad se la confiere el cúmulo de cosas de las que nos servimos cada día. No lo han perdido todo: están vivos y en algún rinconcito de sus corazones, agazapada y trémula ante tanto sufrimiento, anida la esperanza de volver a empezar, de reponerse del varapalo y de seguir adelante con sus vidas pese a todo. No todo está perdido.

 

Te puede interesar