Cuando la Alemania nazi invadió Polonia en 1939, el actual presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier, ni siquiera había nacido. De hecho, faltaban 17 años. Por lo que difícilmente se le puede atribuir alguna responsabilidad sobre ese estallido bélico. Sin embargo, hace unas semanas, en los actos de conmemoración del inicio de esta invasión, sus palabras pidiendo perdón fueron contundentes: «No olvidaremos jamás los crímenes alemanes y asumimos la responsabilidad por ellos […] Bajo la cabeza ante las víctimas de la tiranía alemana y pido perdón».
Para unos estas palabras quedarán como un mero acto protocolario, que se repite de cuando en cuando. No faltarán quienes dirán que son innecesarias porque ya se ha pedido perdón y que si queremos avanzar debemos pasar página. Y por supuesto habrá a quien les resulten insuficientes, tardías… una forma de lavar la propia imagen del país cuando ya han pasado décadas.
Sabemos que pedir perdón siempre se hace tarde, difícilmente reparará todo el daño causado y en muchas ocasiones se hace por la mera apariencia, reservando un lugar al rencor, el «perdono, pero no olvido». Esto, que nos vale para las grandes atrocidades, también es verdad para nuestras pequeñas atrocidades cotidianas.
Porque sí, también a nosotros nos cuesta en nuestro día a día. Y lo hacemos constantemente, aunque sea de forma imperfecta, aunque no nos satisfaga plenamente, porque necesitamos sentir el perdón. Pedirlo y otorgarlo. Trabajar por la reconciliación, por restaurar los puentes que hemos podido volar. Encallarnos en el daño recibido o causado no nos devuelve más que al punto de inicio, el daño, una y otra vez. Atrapándonos en una espiral en la que por más que avancemos, más retrocedemos. Perseguir el dolor solo nos trae más dolor. Todos podríamos nombrar una experiencia personal de esto, probablemente.
Por eso, aunque nos resulte artificial («lo hace para quedar bien»), o extemporáneo («a buenas horas»), o innecesario («ha pasado mucho tiempo»), seguimos necesitando el perdón. Seguimos necesitando pedirlo o que nos lo pidan. Porque reconocemos que es el punto de partida para caminar. Heridos, conscientes de nuestra limitación y del daño que podemos causar. Pero solo así podemos caminar en libertad, como individuos, como naciones. Sabiendo que no somos perfectos, pero que estamos dispuestos a asumirlo, restaurar lo dañado y seguir caminando unidos a quienes nos rodean.