No hace muchos años Los Morancos nos hacían reír con una sección llamada ‘El Debate’. Jose Antonio Primo de Canales Rivera y Vladimir Rojo Carrillo, ambos caracterizados como militantes de partidos de extrema (lo de derecha o izquierda se lo dejo al lector pues esas palabras las carga el diablo), se enzarzaban casi hasta llegar a las manos a propósito de todo tipo de temas: algunos más coyunturales como los indignados, asuntos banales como las canciones del verano, pugnas clásicas del debate político de otros siglos como la libertad de prensa e incluso asuntos más polémicos y peliagudos como el matrimonio entre personas del mismo sexo. Los hermanos Cadaval, que no dejaban hacer su papel de moderadora a la actriz y presentadora de televisión Asunción Embuena, asumían a la perfección y sin fisuras todo el paquete ideológico de las personas a las que querían caricaturizar. Conseguían hacernos reír. Sabíamos que estábamos ante una deformación de la realidad y por ello ante algo inocuo. No nos sentíamos amenazados.

Diez años más tarde la realidad ha alcanzado a la parodia (algunos incluso dicen que la ha superado). Escuchar ciertos argumentos y posturas, lejos ya de hacernos reír, nos paraliza. Y es que quizá echamos de menos las formas neutras que posibilitaban, dentro de una riqueza y variedad ideológicas, llegar a acuerdos de los que todos salíamos reforzados como sociedad, aunque tuviéramos que renunciar a parte de lo que pensábamos en favor de un bien mayor. Por el contrario, observamos cómo cuestiones superficiales como el atuendo, y otras no tanto como la manera de expresarse o el continuo cuestionamiento de ciertas bases, hacen imposible el entendimiento porque todos sabemos lo que piensa (y siente) el otro antes de que siquiera haya abierto la boca.

Cuando la realidad alcanza la parodia, lo que formaba parte de un sano sentido del humor se nos vuelve insoportable. Nos quedamos paralizados porque no comprendemos que lo que está pasando pueda ser real (y todos hemos vistos muchas (quizá ya demasiadas) expresiones de todo tipo, por un lado y por el otro, que en otros tiempos nos hubieran hecho reír). Demasiada ridiculez revestida de aterrante y paralizante solemnidad. Decir cuando empezó exactamente esta degradación y sus causas es una tarea difícil porque, en medio de la vorágine que vivimos, todos estamos tentados de culpar a los contrarios como origen de todos los males. Y así, lo único que logramos es que este deteriorado tejido social vaya haciéndose cada vez más frágil. Perdemos todos.

Dios quiera que recuperemos la sensatez sin tener que llegar a episodios aún más dolorosos (cosa que a estas alturas dudo). Es necesario recuperar la serenidad que nos permita devolver la vida y la parodia a sus respectivos lugares. Necesitamos poder volver a reírnos, también con el que piensa distinto, ante lo que sabemos que no es más que una inocua deformación caricaturizada de la realidad.

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