Tengo la sensación de que los últimos meses estamos viviendo en una amenaza constante. Toda la información que recibimos y las conversaciones que tenemos vienen cargadas de amenazas: la amenaza de otra ola de virus; sus estragos sanitarios y todas las vidas arrebatadas; la de las consecuencias socio-económicas y emocionales; la de la incertidumbre en todos los rincones de nuestra vida; e incluso el cuestionamiento de nuestra identidad y libertad como sociedad.

Así que, ante todo esto… ¿qué? Porque cada día estamos más cansados, menos dispuestos y más desanimados. Porque en este nuevo mundo se van borrando de los balcones los arcoíris optimistas. Porque… ¡qué difícil es darse cuenta de que puede que no todo vaya bien! Pero es justo ahí, en esa fragilidad que ahora experimentamos, donde se nos invita a participar de dos cuestiones que pasan al primer plano: la fraternidad de quienes nos reconocemos hijos y la universalidad del sufrimiento.

Si algo tiene este tiempo es que se ha hecho aún más universal, pues todo el planeta lo está sufriendo. Como siempre, con desigualdades que golpean fuerte a los que menos tienen. Pero, quizás por primera vez, a todos al mismo tiempo. Esta es la primera llamada: a reconectar con la fraternidad a la que el Padre nos invita tantas veces. A sentir que esta incertidumbre incómoda que ahora nos acecha es el pan de cada día de muchos hermanos nuestros.

Y de aquí la segunda llamada: a hacer comunión en este dolor. A compartirlo, reírlo, llorarlo, escucharnos… A aprovechar la época tecnológica en la que ha llegado, que nos permite acompañarnos y nos ayuda a continuar caminando juntos a pesar de las distancias de seguridad. Pero, hoy, sobre todo, no quiero olvidar una promesa: que hay Quien estará con nosotros hasta el fin del mundo. También entre desesperanzas y amenazas.

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