La guerra vuelve a ser una realidad en la vieja Europa. Un recurrente fantasma que nos ha acompañado siempre y que al igual que las pandemias y las hambrunas nos recuerda nuestra frágil condición humana a merced de la libertad del ser humano y de unas cuantas casualidades más. Evidentemente, todos queremos la paz –al menos los que estamos más o menos en su sano juicio–, pero el dramatismo de los hechos –y de los que están por venir– no puede volverse una excusa para quedarnos en un buenismo ingenuo convertido en pancarta y en una visión demasiado simple de la realidad. Llega y llega, y ya no hay vuelta atrás, pese a que se haga todo lo posible por evitarla.
La Historia nos recuerda que una guerra está motivada por diversos factores, y algunos solo se conocen con el paso de los años y con el esfuerzo de los historiadores. Y, sobre todo, que suele haber distintas versiones que llevan a cada protagonista a legitimar su rol en el devenir de los acontecimientos, ya sea a escala mundial, en una pelea entre hermanos o en una discusión entre vecinos. Por eso no es exagerado afirmar que la violencia tiene un claro vínculo con nuestra percepción de la verdad, en cómo la aceptamos –o la negamos– y en cómo la queremos utilizar. Quizás por eso las campañas mediáticas y la prensa juegan un rol tan importante y que en muchos casos ya no podemos controlar.
Se trata de una verdad que sufre por el deslumbramiento de la ideología, los intereses de las empresas, por la ceguera parcial de los medios, por los delirios de grandeza de los políticos y por la manipulación de las palabras. Y un acercamiento a la verdad que obvia en la mayoría casos el sufrimiento de las personas y de pueblos y que desprecia la justicia, la bondad y la paz. En este mundo donde «todo está conectado», en menor o en mayor medida todos nos veremos afectados por esta triste guerra y aunque no nos toque empuñar un arma, todos tendremos que hacer frente a la guerra por la verdad.