No sé si te has parado a ver el vídeo promocional que han preparado para anunciar el día de la Iglesia Diocesana. Salen varias personas que tienen un momento de duda para mostrar o esconder signos que manifiestan su fe cristiana ante los demás. Aparecen el miedo o el temor al qué dirán, pero al final tienen un recuerdo que los une con su experiencia de fe y deciden tirarse a la piscina y mostrarse tal y como son. El objetivo es animar a estar orgullosos de nuestras creencias.
Personalmente, no me gusta vivir desde un orgullo mal entendido, pero tampoco hacerlo tapado o sin chispa. Porque si la sal, nuestra sal, se vuelve sosa, ¿cómo vamos a poner sabor a la vida? Porque si la luz, nuestra luz, se esconde, ¿cómo vamos a ayudar a iluminar a tantos que lo necesitan en nuestros entornos más inmediatos? Frente a tanto eufemismo y realidades líquidas y disolventes, la sociedad necesita el anclaje de nuestras convicciones, de aquello que mueve nuestra vida para cambiar el movimiento del mundo. Creo que desde este sentido hay entender nuestro orgullo creyente como seguidores de Jesús.
Un orgullo que también es bueno que esté visitado por esa duda, para no convertirse en soberbia, superioridad o intransigencia. Es precisamente en esta duda donde nos reencontramos y resintonizamos con el Señor y con su paso cierto y suave por nuestra existencia, y recordamos quiénes somos y de dónde venimos, qué es aquello que realmente da sentido a nuestra vida. Valorando también que no estamos solos, que tiene plenitud esta fe y esta experiencia si la vivimos y compartimos con los demás: sacerdotes, consagrados, laicos, familias, amigos, voluntarios, profesionales, misioneros…
Y un orgullo que no se manifiesta únicamente en los signos externos; sino en cómo amamos y hablamos, en cómo pensamos y escuchamos, en cómo abrazamos al otro, en cómo observamos la realidad y cómo nos posicionamos ante las necesidades de los que sufren, y cómo nos emocionamos y alegramos ante tantos que dan la vida desde el servicio. En cómo vivimos con integridad desde el agradecimiento y la gratuidad frente a tanta queja y materialismo. En el cómo vamos pasando, desde el testimonio coherente, por el día a día de nuestra rutina. Sin complejos, sin dejarnos paralizar por el miedo.
Porque si nosotros callamos, gritarán las piedras. Y este mundo lleno de ruido, pero sordo al mismo tiempo, necesita nuestra voz. Para que se sienta orgulloso y, sobre todo, agradecido y esperanzado con nuestra fe sencilla, apasionada, comprometida, valiente, sincera.