«Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación.» (Lucas 21, 28).
Es sorprendente y desconcertante meditar como nuestro Dios se hizo carne y vino a salvarnos mediante el amor. Y casi lo es más, el hecho de que hay muchas veces que, en vez de anunciarlo o de sentirnos (sanamente) orgullosos de ello, lo escondemos. Todas esas veces en las que parece que nos da vergüenza ser cristianos y bajamos la cabeza en lugar de levantarla, escondemos nuestras cruces y nuestros signos para que no nos marquen, y relegamos nuestra fe al ámbito de lo privado.
A veces es por vergüenza, otras por falsa prudencia, para no sentirnos provocadores o por miedo a no encajar. Agachamos la cabeza esquivando conversaciones que tengan como protagonista a la fe, como queriendo desvincularnos de la visión ilusa o despectiva que tiene para muchos en la sociedad el hecho de ser cristianos.
Pero, si nunca es momento para eso, creo que lo es menos cuando estamos a las puertas de la Navidad. Es tiempo de alzar la cabeza desde la humildad y ver con sano orgullo a ese Niño que nació en un humilde pesebre solo para amar y enseñarnos lo que es el amor. Para que aprendamos a levantar la cabeza y sentir orgullo no por nosotros, sino por lo que somos gracias a su nacimiento en nuestra carne.
Es tiempo de sentir orgullo agradecido de nuestra fe. Porque un gran amor, el más grande, vino a nosotros para darnos la mano y conducirnos al Cielo. Es momento de hablar de lo que nuestro corazón rebosa o debería de rebosar: de su amor. El que nos hace libres, nos salva y nos acompaña. Es tiempo de anunciarlo a todo el mundo y decir con la cabeza alta que celebramos la Navidad, no desde el exterior, sino desde la humildad de su entraña.