¡Qué extraño trato con Dios…!
¡Señor, concédeme esto!
¡Señor, que consiga tal cosa!
¡Señor, cúrame!
Como si Dios no supiera, mejor que nosotros,
lo que necesitamos.
¿Acaso el pequeño dice a su madre:
«Prepárame tal papilla»?
¿O el enfermo al médico:
«Recéteme tal medicina»?
¿Quién podrá decir si lo que nos falta
no es cosa peor que lo que tenemos?
Digamos, pues, tan sólo esta plegaria:
«Señor, no dejes nunca de amarnos…»