Pobre Dios

Ojalá, Señor, te llegue mi voz.

Aquí estoy.

Sin grandes palabras que decir.

Sin grandes obras que ofrecer.

Sin grandes gestos que hacer.

Solo aquí. Solo. Contigo.

Recibiré aquello que quieras darme:

luz o sombra. Canto o silencio.

Esperanza o frío. Suerte o adversidad.

Alegría o zozobra. Calma o tormenta.

Y lo recibiré sereno,

con un corazón sosegado,

porque sé que tú, mi Dios,

también eres un Dios pobre.

Un Dios a veces solo.

Un Dios que no exige, sino que invita.

Que no fuerza, sino que espera.

Que no obliga, sino que ama.

Y lo mismo haré en mi mundo,

con mis gentes, con mi vida:

aceptar lo que venga como un regalo.

Eliminar de mi diccionario la exigencia.

Subrayar el verbo ‘dar’.

Preguntar a menudo: «¿Qué necesitas?»

«¿Qué puedo hacer por ti?»,

y decir pocas veces «quiero» o «dame».

Y así sigo, Dios: Aquí,

sin más, en soledad.

En silencio.

Contigo, mi Dios pobre.

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