En el abrazo inesperado (y en el esperado también). En el amor correspondido. En la amistad. En una tarde en que descubres que compartir tu tiempo, tu trabajo, tu esfuerzo, merece la pena. En un rato de oración en el que, de golpe, Tú estás ahí. En las heridas que se sanan. En el perdón que llena de hondura la propia historia. En liberarse de las apariencias que engañan. En aceptar alguna que otra dosis de fracaso. En la humildad. En la fe que se quita las capas para ir al corazón del evangelio. En todas esas historias encontramos motivos para la alegría. Y al abrir nuestro tiempo, nuestras manos y nuestro corazón al prójimo, esa alegría se vuelve júbilo, se vuelve ternura, y se vuelve fecundidad.