Este mes de octubre, Eric Adams, alcalde de Nueva York, ha declarado el estado de emergencia para solventar la llegada de los más de 17.000 inmigrantes desde primavera de este año. El sistema de acogida de la Gran Manzana tiene bajo su tutela a más de 61.000, y si esta tendencia continúa, se superarán los cien mil durante 2024.
Washington D.C. y Chicago son otras de las ciudades más afectadas por la afluencia de miles de inmigrantes. Forma parte de la política de ciertos estados de envío sin previo aviso de inmigrantes a bastiones demócratas en respuesta a la postura más conciliadora de la administración Biden respecto a la entrada irregular de personas. Desde los pueblos fronterizos de Texas y Florida se han facilitado viajes gratis a los blue states con la promesa de que encontrarán acogida, trabajo y prosperidad.
El resultado: los que buscan labrarse un futuro mejor aparecen en comunidades que no esperaban su venida. Irónicamente en algunos casos puede resultar hasta beneficioso para ellos. En otros muchos lugares, el desenlace es desastroso.
La inmigración como arma política no es un concepto nuevo. Solo hace falta recordar las dramáticas imágenes en las fronteras de Turquía y Grecia, de Ceuta, y de Bielorrusia y Polonia durante estos últimos años. Con anterioridad, se dieron ejemplos en el éxodo de Mariel de 125.000 cubanos a Florida, entre la RDA y la RFA a principios de los ochenta, entre Libia y la UE, o en la crisis de los balseros haitianos, que sirvió para convencer a Estados Unidos para que apoyara el recién instalado régimen en la isla caribeña.
Lukashenko, Mohamed VI, Erdogan, Fidel Castro, Honnecker, Gadafi, Aristide… Fueron los líderes autoritarios los que emplearon a los más vulnerables como herramienta de presión política.
Que dentro de la primera democracia moderna se esté implementando una táctica política deleznable propia de regímenes tiránicos sólo puede ser un indicador más de la degradación democrática a la que nos enfrentamos hoy en día. En democracia no todo vale.