Estos días ha llegado la noticia de un acuerdo en la Unión Europea para el endurecimiento de las fronteras y dificultar así la llegada de inmigración irregular, algo que preocupa a las organizaciones especializadas en proteger a los inmigrantes y que complica un poco más la política de acogida. Una tendencia que no extraña en un mundo que se cierra al prójimo y que hace bandera de la libertad, de la igualdad y que se olvida cada vez más de la fraternidad –porque cuando hay dinero de por medio, ya no interesa–. Y que muestra que los problemas de los inmigrantes no se rentabilizan tanto como otros.

En estos días de Navidad hay poco espacio para pararse y reflexionar, más bien, por desgracia, es tiempo de mucha discusión apasionada, de largas sobremesas y de comentarios a lo bruto. Además, políticos y medios de comunicación nos surten a menudo de problemas secundarios y debates irrelevantes. Pero debemos reconocer con honestidad que nuestra Navidad será más auténtica si somos capaces de pararnos y darnos cuenta de que hay gente que esta Navidad vivirá lejos de sus familias, que quizás viven en un país que no es el suyo y que para ellos la alegría profunda y la esperanza aún están por venir.

No olvidemos que también Jesús, María y José también fueron refugiados en tierra extraña y que vivieron en la intemperie porque había gente que tenía miedo, que desconfiaba de ellos y que pensaban que los extranjeros les iban a invadir. Cada uno tiene su ideología y su modo de solucionar las cosas –es justo– pero también es más que necesario asumir que para abrirnos al misterio de Dios, también es necesario abrirse al rostro del prójimo que llama a nuestra puerta pidiendo ayuda, sea del color que sea.

La Historia se repite, 20 siglos después.

 

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