Te invito a un pequeño ejercicio. Párate un momento, acomódate un poco, respira profundamente y piensa en la gente con la que has trabajado «bajo su mandato» a lo largo de tu vida. ¿Ya? Bien, de ellos escoge aquellos que más te han gustado y piensa por qué. Ahora, de estos últimos, elige a aquel o aquella que te haya hecho sentir que le importabas. ¿Lo tienes? ¡Perfecto! Por último, busca en tu rostro el efecto que te ha provocado recordar a esa persona. ¿Te ha dibujado una sonrisa? ¡Seguro que sí!
El pasado 12 de junio, en el partido de fútbol Dinamarca-Finlandia, se vivió un hecho trágico: el jugador danés Eriksen cayó al suelo víctima de una parada cardiorrespiratoria. Si revisamos las imágenes podemos ver la conmoción, el miedo y la angustia de los presentes. De entre todos, destaca uno: el capitán del equipo danés, Simon Kjaer. En cuanto esto ocurrió, Kjaer se fue hacia su compañero convaleciente en el suelo y le practicó los auxilios oportunos para evitar que se asfixiara. Una vez vinieron los médicos y pudo dejar a Eriksen en manos de ellos, Kjaer pidió a los compañeros que formaran un círculo alrededor de su compañero, sin agobiarlo pero tampoco dejándolo expuesto a la vista de todos. Además, en cuanto la esposa del jugador saltó al campo hecha un mar de nervios y lágrimas, Kjaer fue directo a ella para consolarla. Contundente y sereno, Kjaer «se mostró como una ‘roca’ a la que se aferró Dinamarca cuando Eriksen se hallaba entre la vida y la muerte», dice de él uno de los rotativos.
Si algo hoy es más necesario que nunca en una persona que dirige o coordina un equipo es su capacidad para cuidar a su gente. Está claro que debe ser eficiente en su trabajo, saber acerca de lo que se trae entre manos, ser resolutivo y conseguir buenos resultados. Pero también debe saber cuidar. Un buen ‘capitán’ ve en los que tiene a su cargo a personas y no a instrumentos, y descubre en cada uno el talento que lo hace único, motivándole a compartirlo. Un buen jefe hace equipo, aúna esfuerzos, alienta, corrige con ternura, encamina con firmeza, escucha, recula si es necesario, se pone a la cabeza para dar ejemplo y no pierde de vista la retaguardia, no vaya a ser que se le pierda alguien. Y si alguno cae, se acerca, auxilia, consuela y hace creer al equipo que la caída es de todos y que, entre todos, se levantarán.
Hoy todos deberíamos ostentar el título de cuidador en nuestro currículum. Ya no es suficiente que seas máster en tal cosa, licenciado en aquella otra, doctora en tal asunto o experto en no sé qué. Hace falta gente que vele por los otros, que sostenga, que esté pendiente, que sepa ser roca y faro cuando las cosas se ponen difíciles.
En este momento que escribo estas palabras recuerdo las de Jesús: «Padre Santo, guárdalos en tu nombre, a los que me diste, para que sean uno como nosotros. Mientras estaba con ellos, yo los guardaba en tu nombre a los que me diste». Trato de repetirme mucho esta frase cuando me encargan estar al frente de algún equipo. E intento ponerlas en práctica (con mis pobrezas) en nombre de Jesús, que me ha guardado y me guarda siempre, y, sobre todo, en nombre de los que han recorrido mi vida cuidándome, corrigiéndome, apostando por mí y que, aún hoy, dibujan en mi rostro una sonrisa.