Hace un tiempo fui a una charla donde una de las ponentes decía que el mundo de la empresa estaba cambiando y que lo que se buscaba ahora eran personas con buen nivel académico, pero lo que más peso tendrá a la hora de la contratación será la capacidad de trabajar en equipo (empatía, gestión emocional, resolución de conflictos…).
Días después me surgió la siguiente pregunta: ¿qué espíritu de equipo podemos aportar los seguidores de Jesús a los grupos humanos (familiares, amistad, laborales…) de los que somos parte?
Un espíritu de equipo donde se capacita a las personas, se cree en ellas y se les ayuda a sacar lo mejor que tienen. Todos estamos llamados a brillar, que no a deslumbrar (Parábola de los talentos. Mt 25, 14-30).
Un espíritu de equipo donde seamos capaces de librarnos de nuestros egos personales (miedos, afán de protagonismo, poder…) y busquemos el bien común. San Pablo escribe que estamos llamados a ser personas libres (Ga 5, 13).
Un espíritu de equipo donde se tienen en cuenta los momentos personales y se da respuesta a ellos («Tuve hambre y me distéis de comer, tuve sed y me distéis de beber». Mt 25, 31-46).
Un espíritu de equipo que corrige, que enseña, que ayuda a mejorar pero buscando el bien de la persona respetando siempre su dignidad, sin humillar, quitando miedos, inseguridades, creyendo en las personas y capacitándolas a levantarse. («Levántate toma tu camilla y vete a tu casa». Mc 2, 1-12)
Un espíritu de equipo donde nuestra mayor seña de identidad sea el servicio y la colaboración. («El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor». Mt 20, 20-28).
Un espíritu de equipo donde las personas somos sagradas porque cada uno de nosotros somos templo de Dios.