Leo que parece que se está planteando (o que ya es cosa hecha) suprimir, entre otros, el delito de ofensa contra los sentimientos religiosos. El argumento que se da para ello es evitar las denuncias de quienes, muy susceptibles, se sienten atacados por parodias, memes, representaciones, o directamente profanaciones de sus creencias.

Vamos de cabeza a una nueva polémica perfectamente estudiada para copar titulares estos días, entre el deporte de las últimas semanas, y la Olimpiada ya inminente. Y si así no se habla de otras cosas, mejor. La polémica tendrá estos portavoces. En un extremo, será otro argumento que añadir a las acusaciones de sectarismo, autoritarismo, conculcación de derechos y falta de límites de quienes promueven la ley. En el otro, una reivindicación de la libertad de expresión sin límites y una acusación de intolerancia hacia quienes se sienten heridos cuando se juega con sus sentimientos religiosos. Ya veo las redes llenas de terminología como «ofendiditos», «piel fina», etc. El lenguaje lo aguanta todo. A esto hay que añadir al creyente que dirá –con sus razones, pero contraponiendo dos dimensiones de la fe que son verdaderas las dos– que a sus sentimientos religiosos lo que los ofende no son cuatro pintadas, sino el hambre, la exclusión, y la falta de caridad. Yo pienso que, con distintos matices, te pueden ofender ambas cosas.

Aquí es verdad que lo que está en juego es la tolerancia. Es más, me atrevo a decir que ojalá no hicieran falta este tipo de leyes porque la gente fuera capaz de tener límites a la hora de hablar de lo que es importante para otros (sea religión, ideología o afectos). Pero la realidad, tristemente, es que cada vez se promueve más desde buena parte del espectro político y de sus altavoces mediáticos la intolerancia disfrazada de libertad contra todo lo que uno no comparte. Y así avanzan la polarización, la cancelación, y ahora parece ser que se avanza hacia la censura.

Desgraciadamente hacen falta leyes contra los delitos de odio. La prueba es la cantidad de límites a los exabruptos, insultos y hasta opiniones políticamente incorrectas que se van estableciendo en otras facetas de la vida.

Es verdad que aunque se eliminen los delitos contra las expresiones insultantes, aún se mantiene el delito de odio: el denominado discurso de odio se tipifica en el 510.1.a) del Código Penal y castiga a «quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad».

Sin embargo, no es tan claro. Es verdad que así se protege la libertad religiosa y se condena la persecución violenta y el odio, también por motivos religiosos. Pero hay otras muchas expresiones en las que el odio es más sutil. Es desprecio, burla, abuso, blasfemia, ridiculización… y las personas tenemos derecho a defendernos de esto (y ojalá no a golpes). No es nuevo que los artistas utilicen la religión para promocionarse, precisamente porque saben que van a incendiar un polvorín al hacerlo (ejemplos hay para aburrir). Y quizás lo mejor sería un silencio indiferente, porque no hiere quien quiere sino quien puede, y a la mayoría de esos artistas no los conoce nadie hasta que encuentran esta viralidad. 

Tres reflexiones me brotan al pensar en este paso.

Una, que la tolerancia se ha de educar más que imponer. Y que desgraciadamente hoy se está educando en la intolerancia.

Dos, que aquí sigue pasando que cada vez hay más tolerancia selectiva.

Tres, que, aun defendiendo los derechos a la libertad religiosa, no entremos al trapo de las distracciones mediáticas. El evangelio se defiende viviéndolo siempre.

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