Ha pasado un tiempo desde la polémica de las uvas de la ira en TVE. Y la bronca volverá, que nos conocemos, y más con la reforma del delito de ofensas religiosas que propondrá el gobierno este año. Y llevo tiempo pensando a menudo, ¿por qué nos cabreamos los cristianos? ¿Qué hace que saltemos ante unas bromas y no ante otras? Sabiendo que aquí caben muchas más cuestiones por abordar, no lo olvidemos.
Si repaso mi vida, tengo mucha gente cercana -de antes de ser jesuita- que me vacila con la Iglesia y la religión, usando todo tipo de estratagemas. Algunos, para variar, dicen auténticas barbaridades y reconozco que a veces me hacen hasta gracia -pues las ocurrencias son infinitas- y a veces me dan pereza -porque son comentarios demasiado repetitivos y reincidentes-. Y otras, quizás con una simple mueca sacan lo peor de mí, y me retuerzo por dentro y sonrío cínicamente para no entrar al trapo y no perder así amigos, y no hacer de la mesa un cuadrilátero de boxeo, dicho sea de paso. Partiendo de que con otros temas sensibles de actualidad no se atreverían, por supuesto, porque hay que ser tolerantes, abiertos y muy respetuosos y no tener prejuicios, ¡faltaría más!
Y aunque aparentemente la densidad de la broma cambia, hay un punto bien distinto, y los cristianos -como todo el mundo-, lo podemos oler. Es el deseo de ofender, o sobre todo, ridiculizarnos por nuestra fe y hacernos sentir de una categoría inferior, o de mostrarnos en público como idiotas por lo que creemos, hacemos o pensamos. Quizás es el quid de la cuestión: la bondad o la maldad que transpira la broma. Es algo subjetivo, pero se puede intuir. Insisto como ocurre en otros ámbitos.
La cultura seguirá utilizando la religión como motivo de risa, como hacemos también los cristianos en ocasiones, pero hay muchas formas de hacerlo. Una de las claves está en la intención: ¿Broma o burla? ¿Sano humor o sarcasmo?. Y, sobre todo, porque en el fondo las bromas -y la insistencia- dicen más de la calidad humana y la elegancia del que la hace que del que la padece, asumiendo con madurez que alguien se puede ofender -y no es culpa suya-.
Y antes de terminar, por favor, a estas alturas de la Historia, ¡no te creas nunca revolucionario ni transgresor ni original por meterte con la Iglesia! ¡Ya llevamos un par de siglos con lo mismo!