Hace poco veíamos como Gabriel Rufián intervenía en el hemiciclo refiriéndose a la religión de bastantes diputados del Parlamento, y con ello mofándose de todos los cristianos, con aplausos de parte de sus socios y amigos, dicho sea de paso. Y es una costumbre recurrente de un perfil de gente que necesita protagonismo, que se reconocen tolerantes, que se creen en posesión del bien, de la cultura y de la verdad y que se indignan con todo, pero al mismo son incapaces de respetar algo tan sencillo, importante y personal como la religión del que piensa diferente. No dejo de preguntarme qué pasaría si el comentario hubiera ido en otra dirección, o contra otra religión, o simplemente haciendo una leve alusión al color de la piel, al sexo, al acento, a la orientación sexual o al nivel socioeconómico.

Dice Jesús en el Evangelio que de la abundancia del corazón habla la boca (Lc 6, 45) –a propósito del fariseísmo y de la doble moral–, y en este caso el que insulta tiene un gran problema, ya se entienda en plano metafórico o literal. Sabemos que acudir al escándalo y a la provocación es un clásico entre los que andan faltos de ideas, y es que la Historia está llena de ejemplos y, como vemos, la política española no deja de engordar este triste catálogo. No sé qué pensarán los votantes católicos de su partido, a mi me cuesta mucho creer en las personas recurren a la ofensa de muchos para «defender» los derechos de unos pocos. A falta de un discurso sólido, creíble y conciliador, hubiera sido más que deseable una disculpa –aunque sea en Twitter, que para algunos es lo que importa– o que algunos de los suyos le dijeran que eso no se puede decir en política, sin que estos sean acusados a su vez de fascistas o de inquisidores –en este caso literalmente, siempre–.

Supongo que este señor y sus amigos un día se «liberaron» de Dios gracias a una supuesta mayor cultura ilustrada, y consideran por tanto que la religión era un engaño, un negocio o una pérdida de tiempo para conciencias débiles. Sin embargo lo gracioso es que no hace falta ser ni teólogo, ni artista comprometido, ni catedrático en filología para saber que la Iglesia rechaza la literalidad en la interpretación de la Biblia desde hace mucho tiempo (Dei Verbum, 12, allá por 1965), y que detrás del lenguaje simbólico hay un significado profundo, rico y conciliador. Y a lo mejor es verdad que los cristianos no estamos a la altura del mensaje que queremos transmitir, no obstante de la misma manera que debemos perdonar también estamos hartos de tanta hipocresía y de personajes revolucionarios que se autoproclaman profetas del pueblo, que se creen palomas de la paz pero que en realidad son ruidosos como truenos, que se comportan entre ellos como víboras y que no dejan de sembrar odio y cizaña por doquier, y sobre todo, que convierten la política española en una versión actualizada de la Torre de Babel.

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