¿Te imaginas celebrar tu cumpleaños durante ocho días seguidos? Pues eso (más o menos) es lo que ocurre cada año en Navidad para recordar el nacimiento de Jesús, que se celebra en la liturgia desde el 25 de diciembre hasta el 1 de enero, es decir, durante una «octava».

Que sí, que ya sé que la Navidad no es el cumpleaños de Jesús, que no sabemos la fecha exacta, que se escogió ese día por el solsticio de invierno y bla, bla, bla. No estoy hablando de eso. Lo que quiero decir es que, como la fiesta de Navidad es tan importante, la Iglesia quiere que la celebremos durante ocho días seguidos como si se tratase del mismo día 25 de diciembre: el sacerdote (casi siempre) viste de blanco, cantamos o rezamos el Gloria, los evangelios nos hablan de la infancia de Jesús, y todas las oraciones de la Misa hacen memoria del «día santo en que la Virgen María dio a luz al Salvador del mundo».

Ya los judíos celebraban las principales fiestas del año de manera prolongada, durante ocho días. Y, al menos desde el siglo IV, la Iglesia comienza a asignar octavas a las principales solemnidades cristianas: Pascua, Pentecostés… Navidad, y también otras fiestas como el Corpus Christi o las celebraciones de algunos santos. Después del Concilio Vaticano II, se fijó la celebración de dos octavas: la de Navidad y la de Pascua, ya que si la Pascua es la fiesta más importante, lo que celebramos en Navidad es lo que la hace posible. Eso sí, en la octava de Navidad, se permite celebrar las fiestas de otros santos, como san Esteban, san Juan evangelista y, desde luego, los Santos Inocentes.

Pero, ¿por qué? No hay una razón concreta. Sea por herencia cultural, sea por costumbre, lo cierto es que el nacimiento de Jesús, su venida a la tierra para mostrarnos el amor y la ternura de Dios es un misterio tan grande que no se puede encerrar en un solo día. Y así, el día octavo, que es a la vez el primero de la semana, nos remite al mismo Jesucristo, Luz sin ocaso, el «Día» que no tiene fin.

 

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