La Navidad es una de las fiestas más entrañables, quizá la fiesta familiar por antonomasia. Es la celebración de la alegría, y está bien que así sea. Con todo, es cierto que el sentido cristiano ha ido perdiendo sustancia, sepultado entre espumillones, comilonas y compras. Poco tiene que ver la fiesta consumista neopagana con la celebración del nacimiento de Jesús en un humilde establo en Belén –que no olería precisamente a mazapán–. Es más, me da la sensación de que es Jesús mismo quien comienza a sobrar en estas celebraciones. Como leí una vez, la Navidad se ha convertido en una fiesta de cumpleaños en la que se invita a todo el mundo menos al cumpleañero […].
Es un hecho incontestable que el ser humano, desde el inicio de los tiempos, ha buscado el sentido de la existencia. Nosotros afirmamos que el Sentido –con mayúscula– también ha salido al encuentro del ser humano. En efecto, Dios no nos ha dejado sumidos en la oscuridad y el caos de nuestra caída, sino que ha salido a nuestro encuentro, traduciéndose a un lenguaje que podamos entender bien: la naturaleza humana. Por eso afirmamos que «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14).
[…] Ciertamente los caminos de Dios no son los nuestros, pues en Jesucristo, Dios no viene con un poder abrumador, sino en la fragilidad de un niño recién nacido […]. Aquel por quien todo fue hecho, el Alfa y el Omega, tiembla ahora de frío y eleva unas manos diminutas buscando el calor de su Madre. Esto se escapa al entendimiento de los teólogos más brillantes, de los poderosos de este mundo, de los líderes políticos de uno y otro signo… porque ninguno de ellos buscaría a Aquel que es la plenitud de todo poder en un humilde pesebre. Dios no se impone, no avasalla ni busca doblegar la voluntad; al contrario, se presenta en la más tierna vulnerabilidad para hacer carne la afirmación «Dios es amor» (1Jn 4, 8).
Andrés Eduardo García Infante, Echad las redes. Teología para principiantes