Una de las paradojas de la vida es que hay situaciones históricas que se repiten. Tendrán actores y escenarios diferentes, pero los hechos tienen unas similitudes que llaman la atención. Podemos ver cómo, cada cierto tiempo, nos volvemos a replantear la búsqueda de «la verdadera democracia» y acudimos a las fuentes griegas para que nos iluminen y a las construcciones democráticas modernas que se hicieron en 1787 al otro lado del charco o en 1791, tras la gran revolución europea. También nos asustamos cuando percibimos el aumento de extremismos políticos que pretenden rememorar situaciones históricas muy desagradables. O, también, nos preguntamos por «nuestra verdadera identidad» cuando el individualismo aprieta y los nacionalismos se enfatizan: ¿quiénes somos? ¿en qué nos parecemos o diferenciamos de los demás? Preguntas que son lugares comunes a lo largo de los siglos, pero ¿por qué sucede eso?
El hilo de la historia no se rompe. Puede ser que nosotros no seamos conscientes del mismo, pero la narración histórica sigue su curso nos guste o no. Por eso es tan importante conocer nuestra historia. Dijo el filósofo español Jorge Ruiz de Santayana que «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo». Por esa razón es importante conocer lo que nosotros, los seres humanos, hemos ido haciendo a lo largo de la historia.
La formación histórica nos enseña a conocer y valorar lo que hemos ido construyendo con el paso del tiempo. Buena o mala, nuestra historia es la que es. Hemos construido grandes imperios; hemos devastado y arrasado poblaciones más débiles, pero también hemos protegido a los más desfavorecidos con los derechos humanos; hemos conformado identidades sociales y culturales a través de creaciones artísticas, pictóricas o literarias; hemos avanzado en el descubrimiento científico de nuestra naturaleza, pero también hemos creado «armas» que destruyen nuestro planeta. Muchas cosas que necesitamos, insisto, conocer.
Por eso, llama la atención que en la reforma que se plantea desde el Ministerio de Educación del Gobierno para el estudio de la Historia de España en los grados de Bachillerato (post-obligatorio) se quiera dejar de lado épocas históricas tan importantes para el conocimiento de la misma como son la época de los Austrias, Al-Andalus o la unión dinástica de los Reyes Católicos. Que el argumento sea que «hay mucha materia» nos debería de hacer pensar sobre el modelo de enseñanza de la Historia, no sobre cuánta materia hay que quitar. Conociendo de primera mano el gran esfuerzo que hacen los docentes en sus aulas, me sorprende que aún hoy estemos con métodos de enseñanza que tenían nuestros abuelos (clases magistrales) y que todavía no hayamos encontrado otros sistemas de aprendizaje efectivo mejores y más adaptados. Los últimos cursos escolares están sometidos a la dictadura de la EBAU y quizás tengan menos capacidad de maniobra para buscar alternativas, pero ¿la mejor solución es quitar contenido?
No puedo evitar que permee en mí la sombra de una cierta intención política frente a dicha decisión. Ya sabemos que el conocimiento es poder y que los planes de formación educativa son golosinas para nuestros gobernantes. Cada uno quiere «mover la historia» a su gusto, pero ¿es eso justo?
En cualquier caso, y sea cual sea la razón que lleve a eliminar materia de los planes de formación en Bachillerato, el problema lo tendrán nuestros jóvenes, víctimas de una realidad sobrevenida, que conocerán menos nuestra historia y se podrán preguntar menos por ella.
Ante el peligro de las «certezas emocionales» que dominan el panorama actual, me viene la frase que decía el gran historiador Heródoto: «Si uno empieza con certezas acabará con dudas, pero si se conforma con empezar con dudas conseguirá acabar con certezas aun faltando las palabras». Pues bien, que las dudas sobre nuestra Historia no nos dejen de acompañar para que así, con el tiempo, la lectura, el estudio y la conversación con gente sabia, podamos alcanzar algunas certezas tengamos o no palabras.