Que estamos en un mundo que privilegia lo práctico es algo que nadie, creo, se atreverá a negar. Podríamos decir, utilizando una referencia literaria de un gran teólogo del siglo XX, que «el siglo XXI será práctico o no será», pero ¿qué consecuencias tiene eso?

Una muy evidente, seguro que tú, lector, también la has sufrido alguna vez, es la tendencia al activismo. La «necesidad» de «hacer cosas» nos lleva a ocupar nuestras agendas con actividades –útiles o no–, como revisar constantemente el móvil por si hemos recibido un wasap, telegram o mail; entrar en las redes sociales para ver cuántos retuits tiene nuestro último mensaje o likes nuestro último post en TikTok y, sin darnos cuenta, de que ese «hacer práctico» muchas veces oculta otras cosas. El activismo nos agita por dentro con apariencia de bien, nos roba el tiempo, pero también las ideas. Por eso, quizás hoy más que nunca, necesitamos parar, pensar, leer, discutir, escuchar opiniones contrarias sin alterarse. Y eso, como ya sabemos, se entrena, no va de suyo.

Hace tiempo recibimos la noticia de que la asignatura de Filosofía, o su derivación Ética, desaparece de la Enseñanza Obligatoria con la nueva ley educativa LOMLOE. Que no haya Filosofía en la Enseñanza Obligatoria es un cuchillo de doble filo, es decir, corta por los dos lados, vamos, que hace daño al cuadrado. Por un lado no deja espacios en la Educación para fomentar el espíritu crítico, el debate, el conocimiento del pasado de la reflexión, los códigos morales con los que nos movemos, los planos de pensamiento desde dónde nos situamos. Por otro, se está potenciando un mundo económico, probabilista, emprendedor, descriptivo, pero sin cuestionarnos el horizonte, el norte hacia el que construir todo eso. A fin de cuentas, sin preguntarnos aquello tan ignaciano del «¿a dónde voy? ¿a qué?»

Como dice el joven filósofo español Jorge Freire «parece que buscamos una ciudadanía que sepa cuadrar la declaración de la renta sin hacerse muchas preguntas» y seguro que ninguno de los aquí presentes dirá que la ciencia, la economía o la tecnología es mala. ¡Dios nos libre! Pero cuando la mesa del conocimiento se inclina, intencionadamente, hacia el lado científico, se produce un desajuste que no es bueno para nadie.

Si alimentara el lado perverso de mi pensamiento diría que los poderes políticos, buenos conocedores de la potencia social que tienen asignaturas como la Filosofía, Literatura o Historia, tratan de arrinconar, tergiversar o, directamente, eliminar de la Educación Secundaria obligatoria estas asignaturas porque saben que les pueden hacer más difíciles las legislaturas con sus críticas acertadas, cuestionamientos incómodos, o auditorías intelectuales. Por eso es más fácil –para ellos– que nuestros jóvenes quieran emprender y consumir, comprar bitcoins o ser influencers, que preguntarse por la Justicia, el Bien o la Verdad.

Como no podía ser de otra forma, de aquellos polvos vienen estos lodos, y ahora no sabemos diferenciar la valía de la utilidad. Ni la vida son los segundos de un vídeo de TikTok, ni la realidad es la que se nos presenta los algoritmos de internet, ni los únicos códigos morales son los que nos presentan los cantantes de reguetón.

Leer, pensar y comunicar no es un capricho, es una necesidad. Que haya o no Filosofía en la Enseñanza obligatoria no debería de ser cuestionable porque necesitamos que las personas se hagan preguntas y se cuestionen sobre lo que ven y oyen. No queremos necios en la sociedad, pero sin Filosofía, Literatura o Historia nos podrá pasar aquello que decía Machado, que «todo necio confunde valor y precio».

Si queremos personas honestas, ciudadanos comprometidos, justos, que busquen el bien común más que sus intereses personales, que sean empáticos con el dolor y responsables con la alegría, que aprecien y agradezcan la Belleza, que valoren lo diferente y cuiden de la existencia y la casa común, necesitamos, sin dudar ni poder dudar, que la Filosofía ocupe un espacio –diría privilegiado– en los planes de estudio obligatorio.

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