Hace ya unas cuantas décadas que algunos españoles decidieron que había que eliminar la religión de las aulas, no vaya a ser que las generaciones venideras descubrieran sus raíces y pensaran que se puede construir una sociedad desde el deseo profundo de amor, de esperanza y de fe. La cosmovisión cristiana era muy peligrosa y convenía mejor empezar de cero y tirar a la basura siglos de inútil tradición. Ahora, mientras triunfa el mundo de las apariencias caminamos hacia un nuevo abismo, en el que los herederos de esos mismos iluminados tienen claro que no conviene que los ciudadanos del futuro se hagan preguntas, que se planteen el sentido de la vida o que busquen la verdad, pues, total, todo eso se puede suplir con buenas dosis de ecofeminismo y un mejor autocontrol de las emociones. Siempre será más fácil limitarse a maldecir una guerra que preguntarse desde pequeños por qué es importante luchar por el bien, la belleza, la justicia, la democracia o la dignidad humana.
Estos mismos son los que no quieren que los alumnos tengan límites porque se frustran fácilmente y podrían por tanto repetir curso, llevándose así un grandísimo disgusto y fastidiando las vacaciones a padres, profesores y sobre todo a los propios estudiantes. Y esos son los mismos que tampoco quieren que se tenga una visión global de la Historia, porque cuesta terminar los temarios en junio y no sirve para nada aprender de los errores o descubrir el pasado que nos une. Y sí, curiosamente son los mismos que dicen creer en la verdadera pedagogía y adorar a la diosa Razón mientras ahogan el sistema educativo cargándose la Filosofía, las Humanidades y explicando la Historia a su manera.
En definitiva, ¿para qué profundizar en los cimientos del pensamiento europeo si lo podemos sustituir con datos útiles, estrategias de marketing y cosas de hoy? Nos queda pensar que bajo la bandera de la educación que estos sujetos enarbolan con ardor no se encuentra el deseo de ayudar a los jóvenes a ser buenas personas y mejorar en consecuencia el mundo, más bien se entrevé la obsesión por convertirlos en máquinas rentables y en ciudadanos incapaces de pensar por sí mismos y venderse de esta forma a las modas o al mejor postor.
Lo que no entiendo es cómo el resto se lo consentimos y no protegemos con arrojo lo que en tantos otros países soñarían tener.