Y no, no me refiero a cada uno de nosotros. Me refiero a la población en general: estamos envejeciendo. Cada vez hay menos niños. Yo, por mi profesión, lo veo y lo padezco. Los colegios cierran clases de Infantil porque no hay suficientes niños para llenarlas. Y de reducir el número de aulas pasamos a despedir a profesores, y, de ahí, a tener que cerrar colegios (como ya está ocurriendo en las zonas rurales, y también en algunas ciudades).
La España despoblada no es ya solo la España de los pueblos que han quedado abandonados. Es también la España de las grandes ciudades donde el número de niños es cada vez menor.
Una razón es que la vida está muy cara. Los sueldos no llegan para pagarlo todo, así que, cuando se hacen números, tener un hijo no entra en la cuenta.
A la falta de dinero se une también la falta de tiempo. Si en la pareja trabajan los dos, se hacen malabarismos para poder tener al niño a resguardo y sin aburrirse mientras se cumplen los horarios que permiten poder pagar las actividades en la que los niños están mientras sus padres trabajan. Es una especie de círculo vicioso. No lo digo como crítica. Es una reflexión que hago acerca de este acelero en el que estamos sumergidos y que no permite la conciliación, ni la crianza, ni la dedicación necesaria para hacer del «conjunto padres-hijos» una familia.
Por otra parte, cada vez son más las parejas que optan por no tener hijos, bien porque se han casado mayores (cosa que suele pasar, ya que el abandono del nido se hace cada vez más tarde); bien porque no se sienten llamados para ese papel. Asumir la responsabilidad de tener hijos es algo que asusta, porque para toda la vida. Y, hoy, el «para toda la vida» nos pone los pelos de punta y la garganta seca.
Lo dicho: nos quedamos sin niños. Y sin infancia. Porque un niño ayuda a recordar la época en la que nosotros lo fuimos, con todas sus felices primeras veces.