A mí me duele España. Y es que esta frase de Unamuno vuelve a la cabeza –y al corazón– de la mayoría de ciudadanos honrados y discretos, de esos que prefieren los aplausos a los insultos, por muy cabreados y cansados que se pueda llegar a estar. Semanas atrás aplanamos la curva de la Covid-19, pero ahora llega con fuerza la del desempleo, la de la crispación y así una tras otra sin que logremos ponernos de acuerdo jamás, aún teniendo todos los medios para poder hacer las cosas tan bien como en la mejor de las democracias.

Decía Cervantes –por seguir con los clásicos de nuestra literatura– que un caballero se avergüenza de que sus palabras sean mejores que sus hechos, y tal como estamos ni los discursos se salvan de la hoguera. Desde hace unos años, hay más respeto en los estadios de fútbol que en el Congreso de los Diputados, donde parece que todo vale y se decide casi siempre a base de pulso tabernero. No exagero si digo que bastantes políticos –tanto de izquierdas como de derechas– disfrutan más convirtiendo a sus votantes en manifestantes que en ciudadanos críticos capaces de vivir desde el respeto y la responsabilidad. Ahora, cuando la incertidumbre se apodera del futuro, los extremos se tocan cada vez más, obviando que no por gritar más alto se tiene más razón.

Hace unos días hablando con un compañero me decía que ya nadie va a querer ser político, pues alimentar la crispación es pan para hoy y hambre para mañana. La figura del referente sabio que lucha por su país con honradez ha sido relevada en muchos casos por el agitador soberbio que funciona a base de tuit y zasca, olvidando que la política es el arte del diálogo con mayúsculas. En estos tiempos de mascarillas y cacerolas, urgen más que nunca dirigentes equilibrados que piensen en vez de gritar y amenazar, pero sobre todo ciudadanos sensatos que no se dejen engañar y llevar por el odio, el egoísmo y la desesperación, porque así no se aplana ninguna de las curvas que están por venir.

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