El frío y la memoria son una misma cosa para quienes hemos nacido frioleros. Yo podría reconstruir el curso de mis días sólo evocando las veces que un viento seco me ha cortado la cara o una niebla fina se me ha metido en las entrañas. Uno de esos fríos que no olvido se repitió diciembre a diciembre mientras fui niño, cada vez que se me echaba encima la noche del 24. El jaleo tomaba las riendas de la casa de mi abuela. Ella encendía su chimenea para luchar contra el termómetro segoviano. La cena avanzaba distinta a otras, con más platos y palabras de los necesarios. Y a mí me gustaba escabullirme de la mesa para trastear con la lumbre hasta que el fuego o mi abuela me sacaban los colores. En un momento dado, mi madre se levantaba inopinadamente para buscar los abrigos: el resto de la familia seguiría al calor de la juerga pero nosotros salíamos al frío de la madrugada para ir juntos a la Misa del Gallo. Y ese golpe helado al abrir la puerta en medio de la noche aún sigue caldeando mi fe.

Quizá por eso me he rebelado alguna vez cuando algún párroco con demasiado sentido práctico ha querido adelantar o hasta suprimir la misa de vigilia en Nochebuena. Es cierto que sobre el particular discuten los autores: en rigor, la sabiduría litúrgica sólo indica explícitamente el sentido nocturno de la vigilia de Pascua, la más antigua de la Iglesia. Pero junto a ella hay hoy otras siete misas de vigilia (el número ha ido variando), todas con textos propios que subrayan la singular santidad del misterio celebrado. Al quebrar el ritmo de la noche –descanso y silencio– para esperar y cantar al Señor que viene, las vigilias tienen algo de disruptivo y de atrayente al mismo tiempo. Como lo tuvo la salida de Egipto para el pueblo de Israel, la entrada en la carne para el Niño de Belén, o el paso al seno del Padre para el Crucificado-Resucitado. Como lo tenía aquel estremecimiento que, siendo niño, me hacía barruntar al Esposo en las calles gélidas y oscuras de la Nochebuena. Hay cosas que sólo se pueden percibir y agradecer cuando se alteran el tiempo y la costumbre. Sólo de noche puede una abuela prender el hogar para abrigar a sus nietos. Sólo en noches de vigilia puede el frío divino calar hasta los huesos.

 

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