Siendo alumno de teología, un profesor de pastoral, tratando de evidenciar el distanciamiento que a veces se produce entre la devoción popular y la liturgia, nos confesaba que, en sus tiempos de joven cofrade, al regresar de la procesión del Sábado Santo le chocaba ver que, en el exterior de la iglesia, ardía una pequeña hoguera alrededor de la cual se iba juntando gente. El sentido de aquel fuego lo descubriría años después, durante el tiempo del noviciado, siguiendo su vocación religiosa. Aquella anécdota me sorprendió porque, afortunadamente, he podido vivir desde niño la vigilia pascual como una de las celebraciones más sentidas y hermosas de todo el año. Y es que cuando los padres de la Iglesia la llaman «madre de todas las santas vigilias» será por algo.
De noche, la iglesia a oscuras, el cirio pascual camina disipando las sombras con su luz, nos va guiando, unos a otros nos pasamos el testigo: es la luz de Jesús Resucitado. La iglesia se ilumina poco a poco. Escuchamos el canto del pregón pascual: «Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y, por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación».
En espíritu de oración, de «vigilia», leemos los grandes acontecimientos de la historia de la salvación, desde la creación, el paso de los israelitas por el Mar Rojo, hasta el momento culminante de la resurrección de Cristo. Las campanas se unen al canto del Gloria y resuena de nuevo el Aleluya como himno de victoria.
Es la noche bautismal por excelencia, en la que los cristianos de los primeros siglos, que se habían preparado durante largo tiempo, recibían por fin el bautismo. Como réplica, aunque no siempre se celebren bautismos, el sacerdote bendice el agua y todos renovamos nuestras promesas bautismales recibiendo la aspersión del agua bendita en recuerdo de nuestro bautismo.
Y, lo que es más importante, celebramos la Eucaristía, memorial del misterio pascual de Cristo, que en el pan y en el vino se hace vivo y presente en medio de nosotros para alimentarnos y comunicarnos su vida.
Sin duda, uno de esos momentos cruciales para reavivar la fe.