Cuántas veces en las últimas semanas hemos escuchado, e incluso pronunciado, expresiones como «me siento encerrado», «esta situación me ahoga», «necesito aire». Frases expresadas, en muchos casos, desde la comodidad de nuestro sofá, bajo la protección de nuestras casas, cerca de la gente a la que queremos y con el sol entrando por nuestras ventanas.

El confinamiento nos ha cambiado la rutina. Aun sabiendo de las razones de interés general, vienen siendo semanas duras que nos ha trastocado las costumbres y, en cierta manera, nos han aislado. Por un lado, ayudándonos a reflexionar, a relativizar, a valorar y a aprender. Pero por otro, llegando a cambiar el eje, poniéndolo en nosotros mismos y haciendo que no viésemos más allá de nuestras cuatro paredes, de nuestro propio ombligo.

Solamente podía ser algo brutal lo que nos sacase del letargo. Tras más de dos meses de noticias monotemáticas, de conversaciones repetidas y de pensamientos circulares, el horror desborda incluso al miedo y al ostracismo y, de repente, tenemos un titular diferente que irrumpe en nuestra nueva zona de confort.

George Floyd, con todo el peso de un sistema injusto, literalmente, sobre su cuello, susurra unas últimas palabras que resuenan en todo el mundo: «No puedo respirar». Y la asfixia toma de golpe otra dimensión, otro significado mucho más real. Muchos, la mayoría de nosotros, hemos visto imágenes o vídeos desde diferentes ángulos y distancias. Había personas tomando esas imágenes. Hubo testigos. Hubo gente que escuchó «no puedo respirar». Y que siguió grabando. Quizás, con una mano en el móvil y la otra en el bolsillo.

Desde lejos, desde fuera, desde la comodidad de mi sofá, me angustia la falta de humanidad de la escena y me pregunto horrorizada por qué no actuaron esas personas.

Por miedo, por desconcierto, por incredulidad, por falta de empatía… Seguramente, por esas y otras muchas razones que nos encierran en nosotros mismos, en nuestra coraza de seguridad ilusoria. En una fortaleza que nosotros mismos nos hemos construido a base de ladrillos de egoísmo y que, al final, nos impide ver más allá de sus murallas y nos ahoga.

«No puedo respirar» se ha convertido tristemente, en una reivindicación, en una causa. En un lema que ojalá no usemos de nuevo en vano, porque ya nunca más será una frase vacía.

Y de nuevo, desde lejos de casi cualquier riesgo, desde la comodidad de mi día a día, me pregunto cuál es el confinamiento más cruel, más real, más dañino: aquel que nos limita las horas de paseo o aquel que nos impide ver la realidad, mirar con misericordia y actuar frente a la injusticia.

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