Después de casi un año desde la llegada del virus aquí en Madrid, terminé de nuevo confinado en la casa, y esta vez también confinado dentro de la casa. De hecho nuestra cocinera ha dado positivo hace casi una semana y por seguridad hay que cumplir las normas hasta el martes (hoy, cuando escribo, es sábado). Reconozco que no ha sido fácil en estos días ponerme de nuevo en modo confinamiento y más aún después de encontrar en los últimos meses un equilibrio entre el estudio y la vida muy proyectado hacia el exterior, el parque, el paseo. Encontrarme encerrado en la casa para disfrutar como un hámster del espacio en la azotea, ver solo casas y casas, habitaciones y azoteas habitadas y sentir que el tiempo se hace interminable e indistinto, me remueve para adentro. Y hoy, volviendo a coger el breviario, apoyándome en la palabra de los salmos, he redescubierto la sensación de libertad y de gracia que habían supuesto para mí los meses más difíciles del año pasado. Es la pasividad de recibir una palabra la que te abre a la contemplación, igual que tus ojos en un bosque se dejan penetrar por la belleza gratuita y extática de la naturaleza, igual que una pieza musical te incita a bailar interiormente sus notas. Y el tiempo y la vida fluyen eternamente bajo la superficie de los acontecimientos, y puedes bañarte en sus aguas tranquilas, y así también tu corazón puede descansar en la eternidad del Creador. No se trata de un contraste con la vida, sino que es como cuando se desciende unos metros por debajo de la superficie del agua y se ve el mundo desde dentro, mientras se está inmerso en lo eterno.
La situación de encierro ciertamente acelera y claustrofobiza la relación con el espacio, por lo que se hace aún más urgente y necesario encontrar ese espacio hacia adentro, encerrar y defender un tiempo que salga o mejor entre en el tiempo, en su profundidad que el poder de la agenda y el deber reduce a cantidad, a rayas dedicadas o libres, a cosas hechas, suspendidas y por hacer.
«Al ver tu cielo, hechura de tus dedos,
la luna y las estrellas, que fijaste tú,
¿qué es el hombre para que de él te acuerdes,
el hijo de Adán para que de él te cuides?»
La pregunta se convierte en una oración, allí en el fondo donde habitan las estrellas y los cielos, donde el tiempo se hace eterno, la pregunta se convierte en una exclamación. Dios se acuerda de mí, se preocupa, está conmigo. Y todo me parece como si me fuera de nuevo dado y confiado. Y cuando llega la hora de emerger, resurgir de nuevo, y salir al pasillo, todo se ilumina con otra luz.