Ni siquiera después de haber vivido el inicio del confinamiento en marzo, cuando todos los planes, los inaplazables y los imprescindibles se nos escaparon entre los dedos, somos capaces de darnos cuenta de lo poco que controlamos nuestro entorno. Hemos conocido la noticia de una enorme onda gravitacional que ha sorprendido a los científicos de todo el mundo y el comentario en prensa ha sido muy parecido: esto no debería existir.
¿Por qué? Por la simple razón de que no encaja en las teorías más recientes, en las leyes de relatividad que nos han descrito, ni podemos explicarlo desde lo establecido hasta ahora. De algún modo lo que más nos impacta de este descubrimiento es lo poco que somos capaces de abarcar nuestro universo, lo mucho que se nos escapa todavía de las leyes físicas, a las que, sin embargo, estamos irremediablemente sometidos.
Y esto, que nos sucede a nivel macro, cuántas veces no nos ha ocurrido en lo pequeño de nuestra vida. Marzo, como decía, fue un buen ejemplo para muchos, cuando vimos cómo los encuentros y viajes más imprescindibles, se caían sin más. Pero no es necesario esperar a una pandemia mundial para vivir estas pequeñas contrariedades, que no son más que el reflejo del misterio que habita nuestra existencia.
Bajando a nuestro día a día, tenemos que reconocer que hay mucho de lo que nos rodea cotidianamente que no entendemos, que no somos capaces de explicarnos, que sencillamente se nos escapa: reacciones de personas que no esperábamos, decepciones, sorpresas del día a día, accidentes…
Sólo cuando aprendemos a vivir con esa dimensión de misterio, avanzamos. Pero el paso previo es reconocerla, profundizar en nuestro ser y no limitarnos a lo superficial, donde todo encaja en los parámetros previos y podemos encontrar todas las explicaciones y razones necesarias. Cuanto más ahondamos, más se nos desbaratan las explicaciones que creíamos firmemente, conforme más profundizamos en el conocimiento del otro y el propio, más descubrimos dimensiones que se nos escapan. Y conforme seamos capaces de aceptar la falta de respuesta, antes podremos empezar a descubrir que, en realidad, nos sobran respuestas y nos faltan preguntas auténticas. De las que nos devuelven al camino de la fe, de las oportunidades desconocidas y los senderos por iluminar. Esas preguntas que no deberían existir, pero que en cuanto se hace el silencio a nuestro alrededor, cuando nuestros sentidos se alinean, surgen como novedad y frescura en medio de un mundo hecho de respuestas sólidas y rectilíneas.