Siempre he pensado que los mandamientos son como unas ‘barandillas’ que Dios te pone para que cuando camines por zonas peligrosas puedas agarrarte y seguir el camino. Pero ocurre que los tiempos cambian y las expresiones también. Y por eso, a veces, parece que se queden anticuados u obsoletos, sin ser así.

«No cometerás actos impuros» es uno de aquellos que no suenan del todo bien y que nos resulta algo incómodo de escuchar. Ya de entrada, en nuestra sociedad moderna, permisiva, en la del «todo vale», que te presenten algo empezando con la palabra «no» ya no suena bien. Y no solo eso. Nos predispone a cerrarnos en banda o mirar hacia otro lado con esa actitud de «no me interesa». Y peor aún si suena a prohibición o a imposición, porque ¿quién me va a decir a mí lo que es o no es impuro?

Pues bien, tal vez no vaya por ahí. Tal vez no se trate ni de negaciones, ni de imposiciones, ni de prohibiciones, sino más bien de todo lo contrario. Se trata de la valentía de poner en juego nuestra libertad, nuestra dignidad y nuestra manera de amar. Amar más y mejor.

En el Antiguo Testamento, los libros de leyes hablan sobre actos o situaciones que se consideran impuros como el contacto con un cadáver, con la muerte; el contacto con la enfermedad, como la lepra; actos relativos a la sexualidad de la persona; o aquello que sale del cuerpo humano como desecho. Sin embargo, Jesús va más allá y nos recuerda que lo impuro tiene más que ver con la actitud de corazón: «Nada de lo que entra de fuera puede hacer impuro al hombre. Lo que sale del corazón del hombre es lo que le hace impuro» (Mc 7, 15).

Por tanto, impuro es aquello que nos lleva a matar la vida y situarnos en las muertes infecundas; es aquello que nos enferma el espíritu y nos quita la alegría de vivir; son aquellas actitudes que salen de nuestro interior muchas veces envenenadas, contaminadas o llenas de resentimiento. Entonces, qué suerte contar con la invitación a no caer en ello. Qué bueno sentir la invitación de Dios a estar atentos a no ahogar la vida que se nos es dada. La invitación a cuidarnos, a nosotros mismos y cuidar al que está a mi lado, a no dejarnos contagiar las lepras sino rescatarnos y regalarnos la dignidad que Dios nos regaló primero. Y la invitación a cuidar el corazón para que lo que salga por nuestra boca sean palabras de bendición, de bondad, palabras de aliento. Pues de lo que hay en el corazón hablará la boca (Mt 12, 34).

Porque al final, impuro, es todo aquello que nos aleja de Dios. Nos lo recuerda Jesús en las Bienaventuranzas desde otra perspectiva: Felices los limpios de corazón porque verán a Dios. Entonces, no dejemos que nuestras actitudes nos alejen de Él. Que nuestro actuar muestre siempre el don de la libertad, que nuestra actitud sea un canto de dignidad y que en nuestro corazón habite siempre el deseo de amar en todo y cada día un poco más y mejor.

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