¡Cuida tu corazón! Quizá sea uno de los consejos que con mayor insistencia me han hecho mis formadores. Muchas veces lo he escuchado, algunas otras lo he entendido, pero pocas veces lo he comprendido. Quizá ha sido con el caminar andado en mi vida religiosa, que he ido comprendiendo poco a poco lo evidente: cuidar el corazón no se refiere solamente a ese órgano cardiovascular de vital importancia que está encargado de bombear sangre día y noche por todo mi cuerpo; sino que es algo mucho más profundo. La palabra corazón tiene una honda raíz bíblica, en hebreo se dice lev y hace referencia a ese órgano interno ubicado en nuestra más íntima intimidad. San Juan de la Cruz nos cuenta en su poema Llama de amor viva, que el corazón es el más profundo centro de cada uno, un centro herido por una llama de amor viva que, hiriendo, no mata, sino que da vida pues así es el amor.
El corazón es el lugar donde descansa la escucha de esa inefable voz de Jesús que constantemente nos llama como el Buen Pastor, con un silbo tan suave que, aunque no siempre le entendamos, hace que le conozcamos y reconozcamos su voz para que no andemos tan desperdigados y perdidos; sino que nos tornemos a la morada donde Él habita con nosotros. Esa morada es nuestro propio corazón, es ese lugar privilegiado donde tiene lugar la constante llamada: «Escucha, Israel: amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Deut 6, 3-4). Una llamada que cotidianamente nos crea, infatigablemente nos da vida y asiduamente nos llama a la belleza del verdadero amor para salvarnos del sinsentido. En el corazón se escucha esa voz que nos llama, pero esa llamada supone una inevitable respuesta. Llenarnos de ruidos, ignorar su llamada y acallar su voz es también un modo de respuesta que nos traerá, sí o sí, un oscuro vacío y una fría desolación.
Cuidar el corazón es cuidar nuestra atención para evitar la dispersión. Cuidarnos de no estar distraídos entre los miles de ruidos que trae consigo la propia vida, la banalidad del consumismo, la crueldad de la publicidad y la penosa inmediatez de las redes sociales. Cuidar el corazón es cuidar de nuestro cuerpo y nuestros sentidos: cómo miro, cómo toco, cómo escucho, cómo me acerca a los otros y qué palabras les dirijo. Cuidar el corazón es cuidar nuestras íntimas intenciones, acciones y operaciones pues, «de dentro del corazón de los hombres y las mujeres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al ser humano» (Mc 7, 21-23). Y lo que es peor, no siempre nos damos cuenta de la corrupción de nuestro corazón. Roguemos, como incesantemente lo pedía san Ignacio de Loyola «que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones estén puramente ordenadas al servicio y alabanza del buen Jesús».