Se sabe que el cerebro genera diariamente una gran multitud de pensamientos. Llegan a estimar que 60.000, de los cuales la mayoría son repetitivos, negativos con la persona y no llegan a ser conscientes en ningún momento. Algunos de ellos son deseos, es decir, algo que queremos o que nos atrae.
Sin embargo, por razones variadas decidimos tomar conciencia solamente de algunos de ellos. Es más, se nos hace necesario para comprendernos mejor y relacionarnos con otras personas. Esta decisión, este paso, lo damos para ser capaces de establecer unas bases sólidas ante la aventura de vivir, y hacerlo plenamente. Incluso para contar con más datos, relativamente objetivos aunque sujetos siempre a la observación personal, y así tomar con ciertas garantías decisiones importantes.
¿Cuáles de ellos son impuros? ¿Cómo cumplir el noveno mandamiento de la ley de Dios?
Impuro sería aquello obsceno, que escandaliza u ofende, por grosero, en el terreno del pudor. Este concepto lleva implícita una carga moral grande y nos limita la propia imagen de Dios. Alguien que es puro amor y libertad para darse, queda encerrado en conceptos tan variables para según qué persona como la grosería, la obscenidad, el descaro, el pudor o la pureza.
Como no me convence del todo, tomo una segunda acepción. Reconozco que no me esperaba que una rama de la ciencia que bastante tiempo me llevó en mi etapa estudiantil y que a día de hoy forma parte de mi trabajo, fuese a darme más luz. En química, lo impuro es aquello que no conserva su naturaleza original, que va mezclado con otra sustancia y por ello se pierde.
Dios es para nosotros ese origen puro, en el que ponemos la referencia de toda pureza y amor. Por otro lado nos sabemos creados «a imagen y semejanza suya», es decir, capaces también de ello. Para Dios es bello y puro aquello que respeta a sus hijos, que les permite conocerse a fondo para desarrollarse hasta sus propios límites, que genera relaciones de amor, entrega y perdón, de fidelidad y de vida. Y esto es lo que podemos entender que Dios quiere que consintamos.
Que tengamos su mirada presente en nuestro día a día, que nos hagamos uno con Él para saber aceptar aquellos pensamientos que nos construyen y que construyen a los demás. Aquellos que no desvirtúan la naturaleza amorosa de un Dios que nos enseña a amar. Pasemos tiempo con Él para saber cumplir este mandamiento tan íntimo, tan nuestro, y tan importante en la vida de todo creyente, y dejemos que sea esa la pureza que nos juzgue.