Hablar de ‘mandamientos’ en la era de la autonomía inmediatamente resulta –o puede resultar– para muchos algo agresivo. ¿Por qué vas a mandar tú sobre mí? ¿Con qué autoridad? ¿Quién lo dice? En un mundo que demasiado a menudo ve los límites como una imposición, nos encontramos, en la tradición religiosa, con estos mandamientos que, además, si somos honestos, no solo tienen un tono imperativo, sino que además combinan algunas exigencias –lo que hay que hacer– con algunas prohibiciones –lo que no se debe hacer–. Y demasiada gente, ante las prohibiciones, se siente atacada, represaliada o agobiada.
Hubo una época –toda la mentalidad del Antiguo Testamento y la exigencia de la Ley lo atestigua– en que los mandamientos eran entendidos como lo que hay que cumplir para ganarse el cielo. Si los cumples, te salvas. Si no, te condenas. En esa mentalidad entonces Dios, una vez dadas las instrucciones, se limitaría a actuar de contable, midiendo el grado de cumplimiento. Sin embargo, Jesús vino a mostrar otro rostro de Dios. El Dios Abbá es un Dios misericordioso. La ley no es la única puerta –porque si lo fuera, es probable que todos nos quedásemos fuera–. Entonces, ¿qué hacemos? ¿prescindimos de leyes, de normas, de mandamientos? ¿Lo fiamos todo a la misericordia, dejando el peso de la acogida en Dios y sin poner nada de nuestra parte? ¿Es el Dios bueno entonces un Dios banal?
¡No! Porque los mandamientos siguen teniendo sentido. Son una hoja de ruta, una propuesta, una llamada para entender la vida. La clave es comprenderlos, no desde el miedo al fracaso y al castigo, sino desde la disposición a aprender. ¿Qué nos enseñan sobre el ser humano, sobre las relaciones sociales y sobre nosotros mismos? ¿Qué camino nos proponen para la vida? ¿Qué horizonte nos señalan? Y ¿por qué pensamos que una vida según sus enseñanzas es una vida mejor? He ahí la clave desde la que entender nuestra serie de artículos sobre los mandamientos…