«Hoy nadie cuece a fuego lento, ni las lentejas ni los talentos», me dijo una vez una compañera, y aquella frase enganchó con una parte de mi vida profesional en la que me enseñaron a tener como modelo esos 30 años de vida oculta de Jesús.

Sabemos de la vida pública de Jesús: aquel nazareno, hijo de un carpintero, pobre, libre, compasivo, revolucionario, que hizo milagros y hablaba con una autoridad innegable, que luego fue crucificado como el peor de los criminales, y cuyos seguidores aseguraron que había resucitado… Siempre le digo a mis alumnos: podéis creer o no creer que este hombre era el Hijo de Dios, pero no podéis negar que cambió la historia.

Sin embargo, antes de todo esto, hubo 30 años de vida desconocida, escondida, silenciosa. Jesús creció en Nazaret, un pueblo pequeño que no gozaba de mucha fama («¿acaso de Nazaret puede salir algo bueno?»), en el seno de una familia humilde. Se supone que aprendió la profesión de su padre, un obrero sencillo (carpintero dice la tradición), y en su familia aprendió a ser un buen judío. ¿Y qué más? Pues no se sabe. Todo lo que digamos cae en el campo de la suposición, de la leyenda o de la teoría.

Sin embargo, hay algo que podemos sacar en claro de aquellos 30 años mudos: que en la lentitud del día a día, de la monotonía y el hogar, Dios preparaba el camino. Poco a poco, a fuego lento. En medio de la rutina y del pasar de una vida sencilla, Jesús iría haciéndose preguntas, esperando las respuestas, oyendo lo que su corazón le decía y discerniendo lo que el Padre quería de él. Un año tras otro, en un pequeño lugar, tras una vida que nada tenía de diferente a las otras. Hasta que llegó el momento de Dios.

Hoy en día queremos que «ese momento de Dios» coincida con el nuestro. A mí me pasa. A veces me siento en una rampa de salida, dispuesta a partir directa a mis sueños, gritando «¡estoy lista, adelante!» y observando, frustrada, que nada ocurre. Entonces recuerdo los 30 años de Nazaret y pienso que, quizás, no es el momento, ni el mío ni el de Dios.

Cocer a fuego lento es bien difícil en este mundo de prisas e inmediateces. Y hoy más que nunca se hacen necesario los «tiempos de Nazaret», esos tiempos de aparente rutina en los que se cuecen los sueños y las vocaciones, donde se forjan las voluntades, se doman las impaciencias, se aclaran los caminos, se discierne la Voz, se despejan las nieblas del camino…En definitiva, ese tiempo donde nuestro canto y el de Dios se afinan juntos para formar una única melodía y hacerla sonar en el mundo.

Te puede interesar