¡Hay tantos jóvenes comprometidos de corazón con la civilización del amor! Yo los admiro… Cuando veo su modo de trabajar, me asombra su entrega y su celo pastoral, y quiero un poco de todo su entusiasmo, inteligencia y esfuerzo. Pero junto a la admiración también, admito, siento como hermano un poco de temor y preocupación.
Ellos viven apasionados por Jesús y por su Reino. Generosos en tiempo y esfuerzos, se dedican al trabajo pastoral casi 24/7. Horas de servicio en encuentros, reuniones, en la soledad de sus computadoras planificando o activos en el WhatsApp y otros medios para organizar y comunicar eventos, procesiones, misiones, vigilias, retiros…
Lo que me que me preocupa es ¿dónde se encienden estos fuegos?, ¿cómo se cuidan estos fuegos?, ¿dónde acaban estos fuegos? A veces veo, con vértigo, cómo crecen las ojeras en muchos de estos jóvenes admirables. Cómo se borronean sus vistas, se entumecen sus pasos, se agrietan sus sonrisas, se inquietan sus noches, se aceleran sus volantes. ¡Basta ver cómo explotan sus agendas! Y me pregunto si a veces estos fuegos que encienden otros fuegos no terminan destruidos por las llamas. No puedo creer que sea este el fuego de Jesús. Quiero decir: el fuego de Jesús no destruye. Sí consume, pero, misteriosamente, dando más vida.
¿Supuestamente, este consumirse por el Reino es lo que todo cristiano estaría llamado a hacer? Entregar la vida, perder la vida para recobrarla, caer en tierra y morir para dar fruto… Sí, claro que estamos llamados a entregarnos, pero al modo de Jesús. Y el modo de Jesús es ir a la Cruz solo al final. Durante sus años de misión lo vemos entregarse dedicando tiempo a la oración, a formar comunidad con sus apóstoles, lo vemos predicar y sanar, pero al modo de la levadura en la masa: uno por acá, otro por allá… ¿Por qué, Señor, no curaste a todos los enfermos? ¿Por qué, Señor, un puñado de varones y mujeres, en vez de una masa multitudinaria y organizada? No sé, Señor, pero no puedo negar que mirar tu modo aquieta mis ansiedades y desvanece mis frustraciones. La necesidad –siempre urgente e inagotable– sumada al exitismo y al activismo, a veces cambian al Dios de la vida por el dios del agotamiento.
Tu Reino nos urge, la civilización del amor nos urge, pero creo que Dios no la quiere a costa nuestra, sino con nosotros, entre nosotros, como levadura en la masa, que sí, desaparece –la levadura se disuelve– pero para más vida.
No creo en un Maestro explotador de sus discípulos, creo en un Maestro que vino a que tengamos vida, todos, en abundancia; no solo que el resto tenga vida, también nosotros, que ‘trabajamos’ en sus cosas. Y esa vida no es solo ‘eterna’; es vida acá y ahora, es todo lo que nos haga sentir ‘vivos’, y que interiormente sentimos como plenitud, paz, serenidad, sentido, fortaleza, alegría, incluso salud.
Creo que Jesús, cuando llama a trabajar para él, no sólo no nos quita la propia vida –’desgastándola’ en la entrega– sino que la lleva a una plenitud totalmente nueva y mayor. Me gusta pensar que también vale para el Evangelio ese dicho que dice «el que parte y reparte se queda con la mejor parte»; creo que el Reino que llega a la sociedad a través nuestro no pasa arrasándonos sino dándonos esa misma vida de la que somos servidores. «La gloria de Dios es el hombre viviente», ¡no solo lo que hagas, sino que todos –y vos incluido– vivan! Esa es la buena noticia.
¿Estamos pudiendo encontrar el amor de Jesús en la oración, para descansar en él nuestras tareas y preocupaciones? ¿Tenemos con quien acompañarnos, quien nos consuele en nuestras luchas, quien nos escuche? ¿Celebramos la vida, los logros, la fraternidad? ¿Dormimos bien? ¿Comemos bien? ¿Tenemos tiempo para vivir ‘humanamente’? ¿Y nuestros procesos personales? ¿Aceptamos que todavía estamos creciendo, madurando, buscando, y que es bueno e importante también dedicarnos a eso…? Por la compleja realidad económica, a los jóvenes hoy nos cuesta creer en la inversión, pero ¿estamos valorando estos años de juventud para crecer y formarnos, para estudiar y prepararnos bien para la propia profesión? Todo lo que invirtamos en este tiempo va a ser regalo –y es ya regalo– para Dios y para los demás.
Tal vez sólo cada uno pueda discernir dónde está su límite entre el don de sí, que es regalo, y la sobre-explotación, que es muerte. Cuidemos la vida de todos, también la de los discípulos-misioneros, la de los agentes de pastoral, la nuestra. La Iglesia, el Reino, la sociedad, nos necesitan bien, para servir más y mejor.
«El corazón de Jesús es el corazón de uno que ama. Cuando llama a unos hombres para que le sigan, no es porque tenga trabajo para ellos, sino porque les ama. Cuando llama a unos hombres a hacerse discípulos suyos, no es sólo para una misión que les reserva, sino para algo mucho más profundo. Es la llamada de alguien que ama y dice: ‘Caminá conmigo, porque te amo, tenés un gran valor a mis ojos, no tengas miedo.’» (Jean Vanier)