Los que andamos metidos en este gozo que es la labor Pastoral, nos damos cuenta de que, de cuando en cuando, nos invade la necesidad de sorprender a lo grande, a lo espectacular, y así mantener despierto el «deseo de más» de nuestros jóvenes. No es de extrañar: esto es el claro reflejo de lo que hoy vivimos. En cuanto nos embarcamos en algún asunto de largo recorrido, llega un momento en que nos asalta el tedio. Entonces sentimos que hay que buscar otra experiencia que nos devuelva la ilusión. Pasa con las relaciones, con los compromisos, con las promesas… Es la era del «saltar de acá para allá»: de post en post en las redes, de canal en canal en la tele, de tráiler en tráiler en los streaming… Nos enganchamos a lo sorprendente, lo nuevo, lo variado, lo que nos cambie el rumbo de un volantazo.
Bueno, pues esto nos pasa también en la Pastoral. Todos los años, próximos al verano, nos devanamos los sesos para ver a dónde vamos a llevar a la chavalada a vivir una experiencia que no olviden jamás, que les remueva todo como nunca, que les despeine el alma, les descoloque…Nos convertimos en esos «jefes de pista» entonando el «¡más difícil todavía!».
Por una parte, es normal que actuemos así. No podemos venir con lo mismo de siempre creyendo que lo que funcionó va a seguir funcionando tal cual. Hay que innovar, actualizar, revisar.
Pero otra parte de mí piensa que, de esta forma, nos olvidamos de recordar que también en lo pequeño y repetitivo de cada día reside la experiencia de Dios. Es fundamental empezar a predicar la presencia del Señor en lo rutinario: en los estudios, en el trabajo, en las personas que a diario vemos, en el ciclo de los lunes hasta los domingos y vuelta a empezar… Opino que gran parte de nuestra misión está en proclamar que Dios también está llenando nuestra inercia diaria con su novedad. Como en esos 30 años de Nazaret, antes de los milagros, de las parábolas, de las muchedumbres que le seguían, del desconcierto de la cruz y la euforia de la resurrección. Antes de todo eso estuvo el Nazaret del taller, de los guisos, de las conversaciones a la mesa, de las oraciones diarias, de la pregunta perenne, del amor que se esconde por los rincones… ese bendito Nazaret en el que creció Jesús.