Seguramente conozcas la famosísima portada del disco Nevermind de Nirvana. En ella, un bebé desnudo aparece sumergido en una piscina. 30 años después de que se estrenara, el protagonista de esta imagen ha demandado al grupo de música por considerarse «víctima de pornografía infantil». Una demanda que ha sido desestimada por un juez en el estado norteamericano de California.

Con independencia del fallo judicial, la noticia me permite reflexionar sobre un asunto que hoy es de primerísima actualidad. El siglo XXI es el momento de la historia en el que más barato vendemos nuestra intimidad. Apenas hay espacios de nuestra vida que hoy no estén registrados en un algoritmo: escuchas música en Spotify, tus facturas llegan a tu cuenta de Gmail, tu perfil en Instagram indica dónde has viajado y GoogleMaps sabe dónde vives y adónde vas.

Supongo que, hasta cierto punto, hoy esto es ineludible: en no tanto tiempo se dejarán de fabricar discos de música, las empresas no enviarán más cartas porque hay que ahorrar papel, te será más difícil encontrar álbumes de fotos y, siendo sinceros, no sabes utilizar un mapa físico.

La intimidad es, ante todo, un derecho de todas las personas. Aunque no todas las personas tienen la facultad para ejercerlo. Es el caso de los niños. Desde hace ya unos años existe la figura de las instamamis: personas (fundamentalmente madres) que suben a las redes sociales contenido relacionado con la maternidad. El problema llega cuando el método pasa por utilizar a sus propios hijos en dicho contenido. No son infrecuentes las publicaciones de madres enseñando las últimas monerías de sus hijos a miles (en algunos casos, millones) de personas desconocidas que no dudan un segundo en dejar su like engordando así las estadísticas, los patrocinios y la cuenta del banco también, por qué no decirlo.

Que una persona adulta decida de manera autónoma perder todo rastro de intimidad personal es ya una desgracia en sí misma. Que esa misma persona adulta decida terminar con la intimidad de sus hijos es una tragedia. Dentro de no mucho tiempo habrá hordas de niños y niñas afectados por su sobreexposición a las miradas ajenas. Niños y niñas cuyo historial médico, pero también sus preguntas y reflexiones, está prácticamente al alcance de cualquiera porque sus padres lo han publicado en internet, de donde ya difícilmente saldrá.

La intimidad (la personal y la familiar) es el último resquicio de soberanía. A ellas, las lógicas del mercado y del estado no deberían tener acceso, pues son lógicas que no responden a criterios desinteresados. Hace falta educar a las nuevas (y también a las no tan nuevas) generaciones en un uso responsable de las redes. No tanto desde el miedo y la seguridad, que también, sino de las implicaciones personales a medio y largo plazo que tienen todas y cada una de las publicaciones que emitimos a la web. Es importante aprender un sano disfrute de las herramientas tecnológicas, cuyas ventajas son palpables, sin renunciar a aquello que nos hace ciudadanos libres y no productos de mercadotecnia o votantes potenciales. Y defender eso es defender una sociedad mejor. 

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