La semana pasada un hacker informático, aprovechando un fallo de seguridad de iCloud, se hizo con fotos privadas de varias mujeres famosas, que filtró después a las redes sociales. Entre las víctimas del robo, Jennifer Lawrence, una actriz de moda en los últimos años gracias a sus papeles populares en “Los juegos del hambre”, y a sus interpretaciones de calidad que le valieron un Oscar por “El lado bueno de las cosas”. Las fotos, por lo que parece, corrieron como la pólvora. Cientos de miles de visionados y descargas. Hace ya días de esto, y la noticia pronto será olvidada. Pero pone sobre el tapete algunas dimensiones inquietantes de esta invasión de las nuevas tecnologías en nuestra vida:
El derecho de las personas a la intimidad, en la que se expresan como les parece oportuno. La despreocupación con que muchas personas se fotografían en situaciones sensuales o explícitamente sexuales, y hacen partícipes a otros de esas imágenes. Si bien se puede alegar que el que es adulto y libre hará al respecto lo que le parezca oportuno, la imitación hace que eso ocurra mucho entre adolescentes que aún no son conscientes de la permanencia de dichas imágenes más allá de las tonterías que uno puede hacer cuando es joven. La vulnerabilidad de la privacidad en las redes sociales, donde las fronteras son fácilmente asaltables. La impunidad y el voyeurismo de muchos que, aun sabiendo que ciertas imágenes son robadas y una violación de la intimidad ajena, no tienen empacho en ver o compartir dichas imágenes.
Hay muchas películas de ficción y terror donde, bajo el mundo visible, se esconde un inframundo siniestro lleno de amenazas. Creo que hoy en día lo más parecido a ese inframundo empieza a ser este universo digital, donde van quedando vestigios de toda nuestra vida a jirones, expuestas a ser exhibidas en cualquier momento. Algún día, si no es ya, el poder supremo lo tendrá quien mejor maneje las llaves de este mundo virtual. Y eso aterra.