Hace unos días nos horrorizaba una multitud concentrada en la plaza de Colón de Madrid, sin mascarillas y sin guardar la distancia de seguridad, gritando consignas como «bote, bote, bote, aquí no hay rebrote» y otros eslóganes que negaban abiertamente la existencia de la pandemia. Declaraban a los micrófonos de las televisiones todo tipo de teorías conspirativas. En una de las pancartas se podía leer: «Las multinacionales tienen licencia para matar despacio. No a la vacuna obligatoria Covid-19». Les llamamos negacionistas.

La actitud extrema (e incluso ridícula si no fuera por la gravedad del asunto) de este grupo me hace preguntarme si no escondemos todos un pequeño o gran negacionista en nuestro interior. Hay muchas realidades de la vida que, por diversos motivos, o bien no queremos o bien no podemos aceptar. Las negamos de mil y una maneras, incluso con teorías que, si nos repetimos a nosotros mismos, de complejas que son acaban por resultarnos, cuanto menos, risibles. Al hablar del coronavirus no es lo mismo hablar con alguien que haya vivido el confinamiento en lugares donde la situación hospitalaria ha sido límite, que conversar con personas de lugares en los que el número de casos ha sido poco significativo. No hablan ni actúan de la misma manera quienes han sufrido la enfermedad y la muerte de cerca que quienes no ponen nombres propios a las tan discutidas cifras de contagiados y fallecidos. ¿No nos pasa lo mismo con otras muchas situaciones?

Negamos muchas realidades que o bien no comprendemos del todo o bien sentimos como amenaza a nuestra estabilidad. Realidades que quiebran nuestras convicciones o modos más o menos acomodados (material y existencialmente) de vivir. Negamos las consecuencias de la desigualdad social cuando nos justificamos diciendo que son las instituciones o las organizaciones caritativas quienes han de dar solución al problema de la pobreza extrema. Negamos la realidad vivida por quienes se lanzan al mar en busca de un futuro mejor, en caso contrario nos sería imposible sumergirnos en ese mismo mar buscando un poco de descanso. Incluso en el ámbito de las creencias religiosas el ateo a veces ridiculiza la fe del creyente negando todo atisbo de trascendencia en el ser humano. No son menos los creyentes que se pueden compadecer del ateo negando la dificultad y oscuridad de la fe para muchos…

Me atrevo a decir que el negacionismo es, en el fondo, una falta flagrante de empatía. Quizá el caos social y político que vivimos no se solucionará mientras el negacionista que todos llevamos dentro no deje paso al silencio y a la escucha de la realidad del otro, a veces más sencilla que las teorías que nos montamos para no salir de nuestras comodidades.

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