Han pasado varios días desde el inicio de la guerra y el tablero político español parece que se ha movido algo. No solo por algún cambio de fichas sino por la actitud de la mayoría de nuestros políticos ante esta dramática situación, sacando lo mejor y lo peor de cada uno. Al menos de momento, no adelantemos acontecimientos. Y quizás esta vuelta de tuerca no puede obviar el habitual tono adolescente de muchos de nuestros políticos que no debemos volver a tolerar, y que si se deja correr el agua puede traer consecuencias nefastas para todos a base de reacción y de contrarreacción.
La guerra ha puesto de relieve la inutilidad y el peligro de bajar la mirada ante los extremos en forma de distintos populismos que viven de Twitter y de exacerbar emociones por doquier. Desde la izquierda y desde la derecha han jaleado nacionalismos excluyentes de un signo de y otro, han guiñado el ojo a los totalitarismos que la Historia nos ha puesto en el camino, han señalado periodistas y no han parado de ser complacientes con ciertos tipo de violencia –y muy permisivos con otra, dicho sea de paso–. Esto es inadmisible en una democracia. Todo esto mientras destrozaban el diálogo con continuos insultos, gritos y amenazas, ponían cortinas de humo a través de debates estúpidos y no aportaban ninguna solución a la vida de los ciudadanos. Así de triste, así de real.
Ahora que la incertidumbre es una constante, necesitamos más que nunca políticos de altas miras. No vale centrarse en su electorado a cuatro años vista, España y Europa necesitan algo más. El mundo pide algo más. La realidad exige líderes que sean capaces de ver más allá de un determinado tiempo y espacio e imaginar el mundo que está por venir, desde la esperanza y la fraternidad y no desde el miedo y la división. No sabemos cómo vamos a acabar, lo que sí está claro es que la democracia no se puede darse por hecho y conviene que cada generación luche por ella y la intente mejorar.