«¿Para qué traer un niño a este mundo? ¿Para que sufra?» Este par de preguntas, oída por todos y de bocas incluso muy «cristianas», son el nudo en el que nuestras sociedades llevan atascadas sesenta años. Y sirve incluso para zanjar discusiones: se nos ha infiltrado la sutil certeza de que es una verdad como un templo.
Muy lúcidamente, ya varios siglos antes, Rousseau lanzó como criterio definitivo de cómo vamos de confianza (en sociedad, con nuestros gobernantes) la prueba demográfica: ¿nacen niños o no nacen niños? Si nacen, es signo de que, en el fondo (incluso si criticamos al vecino o al gobierno de turno), sí que nos fiamos unos de otros; en cambio, si tenemos matronas de brazos cruzados, más nos convendría empezar a preocuparnos. Tan sencilla como la prueba del algodón, y como se decía de ésta, tampoco engaña.
Un niño es siempre un desafío, porque interroga al futuro: ¿qué oportunidades le vamos a dar? ¿Qué mundo le vamos a dejar? ¿Creemos que somos capaces de cuidar, de amar, de comprometernos para siempre? En definitiva: ¿qué testimonio damos de nuestra esperanza?
La Navidad nos recuerda cada año que sí que tenemos solución, que Dios confía plenamente en el ser humano, hasta el extremo de querer nacer en medio de nosotros. Un parto es un trallazo contra el escepticismo de los más agoreros y los análisis más funestos. Es así que celebrar la Navidad es seguramente el método más eficaz contra el problema demográfico. Renueva de raíz nuestra esperanza y nos moviliza para poner medios que la custodien económica, social, familiar, laboral y políticamente. Ponte a contemplar la gruta de Belén y verás que lo demás vendrá por añadidura.



