El universo nos sonríe con cada recién nacido que irrumpe en nuestra historia. La infancia nos evoca la inocencia, que nunca deberíamos perder. Nos reconcilia con nuestra vulnerabilidad, que tanta aprensión nos genera. Es una promesa de novedad, de esperanza, de ilusión.
Día tras día, la vida asoma de nuevo en cualquier rincón del planeta. Cada niño que reclama nuestra atención es un regalo. Nos invita a soñar en un proyecto vital en el que nos sentimos partícipes. Nos obliga a renunciar a nuestro protagonismo para cedérselo a alguien incapaz de valerse por sí mismo.
Cada pequeño es una lección de humanidad. No se trata de una disertación teórica sobre el amor, sino de una experiencia interpelante que nos hace madurar. Salimos de nosotros mismos, abandonamos las trincheras de nuestros egoísmos para implicarnos en una tarea generosa, para comprometernos en una misión heroica.
Y así, en este arrebato de desprendimiento, somos rescatados de nuestra ruindad. Superamos la miopía existencial que nos limita. Traspasamos el cerco de la mezquindad de nuestros intereses inmediatos. Podemos disfrutar del genuino sabor de la vida.
Vuelve a prender en nuestro interior la llama del cariño. Recuperamos el sentido de la ternura. Y, en el fondo, nos sentimos profundamente amados por alguien tremendamente necesitado.
Con cada nacimiento, nacemos de nuevo. Las negruras del egoísmo se desvanecen ante la urgencia del amor. La esperanza desbanca al pesimismo.
En el Antiguo Testamento, el profeta Isaías anunciaba algo extraordinario: “Nos ha nacido un niño” (Is 9, 5). Sí, en efecto, un recién nacido es un milagro digno de ser proclamado por un profeta. Es más, en sí mismo es un acontecimiento profético. Nos revela como Dios sigue apostando por el ser humano.
Navidad es tiempo de celebrar la vida: el Nacimiento de Jesús y todos los nacimientos. Con figuritas podemos construir nuestro propio Belén recordando el Nacimiento que imbuye de sentido a tantos nacimientos. Se trata, sin lugar a dudas, de una noticia de tal envergadura que merece ser proclamada por un insigne mensajero: un ángel. “Nos ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,11).