El otro día me topé con el siguiente titular: «El papa Francisco nombra por primera vez a una mujer ‘número dos’ del Vaticano». Desplegué la noticia y me encontré que esta mujer de 52 años a la que se refiere ostentará el cargo de secretaria general de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano. Seguí leyendo el artículo y descubrí otras mujeres en el Vaticano: seis laicas en el Consejo de Economía; y dos Premios Nobel de Ciencias (una de Química y la otra de Física) para la Pontificia Academia de las Ciencias, cuya vicecoordinación también ostenta una mujer. ¡Qué alegría me entró! Y eso que sé que son muy pocas, que aún queda camino, y que existe el temor de que estos pequeños pasos puedan pararse algún día, o incluso retroceder. Pero un brote verde de esperanza se sembró en mí. «Vamos recuperando el sitio», pensé. Sí, recuperando. Porque creo, en lo más profundo de mi corazón, que así también lo quiso el Señor siempre. No sé, quizás estoy siendo muy arriesgada; quizás me esté extralimitando o estoy siendo muy atrevida. Pero…
¿…Acaso no había mujeres en el grupo de discípulos de Jesús? Mujeres que, como María Magdalena, le asistían y cuidaban, a él y al resto. Y que fueron testigos de cada predicación, cada milagro, cada gesto y conversación de Jesús, sintiendo en sus corazones que algo les ardía; deseando, probablemente, salir a todas partes a anunciar aquella buena noticia que ellas descubrían en la intimidad de la amistad.
¿Acaso no fue por María, por su ‘sí’ entregado y sencillo, por quien llegó Jesús al mundo? Dios buscó una mujer para que le ayudara a hacer realidad su sueño: habitar entre nosotros, descubrirnos la maravilla de su amor y las posibilidades de nuestra humanidad. Una mujer fue la elegida.
¿Y no quedaron al pie de la cruz mujeres? Mujeres que decidieron desoír el miedo de aquel momento y plantarse allí abajo, a acompañar al Señor hasta su último aliento.
¿Y no fue una mujer la primera en ver a Jesús resucitado?
Pienso en tantas mujeres de la Biblia: en Débora y sus profecías; en Ana, la madre de Samuel, que tanto ansiaba tener un hijo; en la viuda que ayudó al profeta Elías; en Rut y su fidelidad hacia su suegra Noemí; en Sara y su risa incrédula ante la promesa de un hijo; en Marta y María, y sus distintas maneras de estar junto al Señor; en Prócula, la mujer de Pilato, que intuyó quizás lo que no supo (o no se atrevió) a ver su marido… Tantas mujeres que tanto me recuerdan a muchas mujeres de hoy en día, cercanas y lejanas, todas tan familiares para mí.
Cuando recuerdo el Génesis, y su forma de contar «el comienzo de todo» a través del precioso relato de la creación, vuelvo a encontrarme con un Dios que cree culminada su obra con la creación del ser humano. «Hombre y mujer los creó». Y a ambos les encomendó la misma misión: «Creced, multiplicaos… poblad la Tierra». A ambos.
Sí, queda camino. Habrá que andarlo. Con fe, con perseverancia, con un diálogo constructivo y no colmado de reproches. Con firmeza, y con ternura. La misma con la que María acunaría cada noche a su niño Jesús.