Puertas cerradas. Esta es la imagen que más se repite en mi camino como joven profesional católica.
Me educaron en los valores de la excelencia y la gratuidad. Por eso me formé y trabajo en ámbitos que puedan dar fruto, que construyan reino, que luchen por la justicia social. Y la mayor parte de mi aún corta trayectoria laboral se ha desarrollado en instituciones católicas, porque es desde donde entiendo que mejor puedo poner a rendir los dones y esfuerzos. En definitiva, vivir mi vocación.
Sin embargo, mientras la igualdad se abre paso en numerosos ámbitos socioeconómicos y el número de mujeres ocupando puestos significativos aumenta, yo he ido encontrando cada vez más puertas cerradas, con un símbolo masculino pintado encima, subtitulado: «De aquí no puedes pasar».
Hablo en nombre de muchas (muchísimas) mujeres jóvenes en todo el planeta a las que los cerrojos nos han supuesto historias de profundo dolor, de frustración, de vocaciones malogradas y de abandono.
En un mundo cada vez más igualitario, ¿por qué habríamos de seguir formando parte de una institución que espera que nos minimicemos para ser mero apoyo, en lugar de permitirnos sacar lo mejor de nosotras mismas y ponerlo a rendir?
Sin embargo, miles de mujeres seguimos también tratando de comprender y de generar el cambio que ha de venir con urgencia, pero desde dentro y desde el amor. Porque desde el sentirnos amadas trabajamos y esperamos. Y desde el amor a la comunidad, buscamos respuestas y respeto.
Esta época de cambios seguramente suponga un cambio de época. Y me preocupa que, en la Iglesia, que es la casa de todas y todos, no estemos sabiendo leer los signos.
La Iglesia de nuestros días no muestra más que el blanco de la paleta de colores. Sin embargo, mirada desde el prisma de las personas que la componemos, está llena de diversidad y refleja el arcoíris de la riqueza humana. No podemos permitirnos el lujo de perdérnoslo. Y no tener en cuenta a la otra mitad en la toma de decisiones, significa ignorar la mitad del discurso. Y las versiones únicas son peligrosas, además de estar incompletas.
Las cosas de palacio (y más en el Vaticano) van despacio. Personalmente, asumo la historia y la lentitud que implican los procesos de cambio radical. Y porque queremos hacerlo desde el respeto y el consenso, no tenemos prisa. Pero tampoco tiempo que perder, porque este camino lento va dejando frustración y dolor que no estamos sabiendo sanar; y pérdidas que no estamos sabiendo recuperar.
Por eso, contad con nosotras, con nuestras capacidades, nuestros dones, nuestras debilidades y nuestra fe. Que no se trata de ocupar la casa, sino de convivir como comunidad.